Nicaragua: la revolución traicionada
Estaba todo a punto para la celebración. Se habían levantado grandes tarimas para recibir en andas al triunfador que representaba los más caros anhelos de la gente humilde. El aire que se respiraba era de fiesta. Y, de improviso, lo inconcebible, lo descartado del libreto, Violeta Barrios de Chamorro sumaba más votos que Daniel Ortega. Rostros aturdidos, alelados. ¡Cómo es posible que este pueblo liberado de la dictadura somocista sea tan mal agradecido con quienes ofrendaron su sangre y arriesgaron su vida para acabar con la opresión!
Daniel Ortega no es Somoza. Uno de los dictadores más célebres de América Latina había creado una maquinaria que pretendía establecer una dinastía obediente a los dictados de Washington y soberana en su administración nacional. Los sandinistas se rebelaron en contra de semejante pretensión feudal y expulsaron a la tiranía. Ortega fue un héroe de esa gesta.
Por eso, en la hora aciaga de la derrota electoral, paulatinamente, cambió la sorpresa por la rabia, la rabia por el rencor y el trauma. Es ahí cuando comenzó a cuajarse la metamorfosis del revolucionario idealista en un ser pragmático, insensible y calculador.
Regla número uno: no dejar que las ilusiones entorpezcan el acceso al poder.
Regla número dos: no hay amigos, solo socios o enemigos.
Regla número tres: el discurso es uno de los medio para seducir al pueblo en tal grado que acepte las medidas represivas en contra de los opositores.
Regla número cuatro: la democracia es un recurso, nunca un fin.
Regla número cinco: todo mal es endosable al imperialismo norteamericano y la soberanía nacional es la razón que los patriotas jamás pueden rechazar.
Estas reglas habilitan no hacerles asco a alianzas transitorias con los enemigos jurados del pasado (pacto Ortega-Arnoldo Alemán, un expresidente probadamente corrupto. Con el Consejo Superior de la Empresa Privada, las cosas marcharon bien por más de una década. El acuerdo tácito establecía buenos negocios a cambio de apoyo al régimen “atípico”) Hay que estar dispuesto a implementar políticas regresivas si es necesario (derogación en 2006 del artículo del código penal, de más de un siglo de antigüedad, que permitía la interrupción del embarazo bajo ciertas circunstancias, más el gesto de un matrimonio por la iglesia con rostros píos de los cónyuges) Y, sobre todo, impedir que veleidades democráticas entorpezcan las decisiones de un gobierno soberano y respetuoso de la voluntad popular. Es la práctica autoritaria la que llevó a Daniel Ortega a retirar al Frente Sandinista (FSLN) de la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe, COPPPAL, luego de negarse a ratificar los principios democráticos de la organización amparado en la soberanía y libre autodeterminación.
Nunca será jurar en vano repetir, cada vez que sea preciso, la mayor aspiración de Tomás Borge, uno de los fundadores del Frente Sandinista: “hombre, podemos pagar cualquier precio, digan lo que digan, lo único que no podemos es perder el poder. Digan lo que digan, hagamos lo que tenemos que hacer, el precio más elevado sería perder el poder. Habrá Frente Sandinista hoy, mañana y siempre”.
La izquierda Latinoamérica descubrió en esa revolución el buscado grial. El sueño devino en pesadilla demasiado pronto. Los perdedores de las elecciones de 1990 se repartieron bienes y dinero en un espectáculo vergonzoso de impunidad impúdica.
De la revolución sandinista, de la gesta liberadora, de la vocación social, de la generosidad con la vida de los enemigos, del respaldo internacional inigualado, de la simpatía universal, de toda aquella primavera libertaria queda un nombre, una retórica, una fecha, el día de la alegría, un recuerdo tierno y poca cosa más.
Hoy el espejo devuelve imágenes ajenas a todo propósito libertario.
Daniel Ortega y su mano derecha e izquierda, Rosario Murillo, encarnan e inauguran una nueva forma de gobernar, en la que todo es conversable, menos el poder. En la que no hay enemigos pequeños. El estudiante “equivocado”, el intelectual arisco, las mujeres revoltosas, los curas y feligreses subversivos, todos los que busquen, proclamen o pretendan cambiar el camino trazado deben ser neutralizados.
La oposición mal convive entre adinerados a mal traer y pobres que se benefician de las ayudas sociales del Estado. El gobierno es hábil en repartir una canasta mínima a cambio de un respaldo incondicional. Así compra, a precio de ganga, el silencio, la resignación y el mirar hacia otro lado para “ignorar” los desmanes del gobierno.

Por qué deberíamos pedirle a Daniel Ortega respeto a las normas democráticas si nunca vivió bajo esos parámetros. Es como exigirle a un niño que renuncie a sus porfías porque lo ordena la autoridad materna. El pequeño ignora lo que es eso y persiste en su empeño. Entonces, Ortega ¿es menos culpable por desconocimiento? Al contrario, es culpable por envilecimiento. Todo mayor de edad sabe diferenciar entre el bien del mal. Ordenar matar a jóvenes inocentes es un acto de voluntad. Acosar, perseguir e intimidar a los adversarios es una política deliberada, estudiada y consciente de los resultados. Por ello no es extraño que ahora el director para las Américas de HRW, José Miguel Vivanco, advierta de que la velocidad con la que se ha llevado a cabo las detenciones y las “condiciones horrorosas de detención” a las que están siendo sometidos los opositores, acusados de “delitos sin ninguna base ni debido proceso”, pone de manifiesto que “Ortega no tiene la más mínima intención de perder los próximos comicios”.
El gobierno, para peor, miente en las estadísticas de la epidemia del Coronavirus. Los muertos, los infectados son ocultados, birlados a la población y a la comunidad internacional, en la pretensión de hacer creer la mentira de que el gobierno mantiene bajo control a la pandemia.
Daniel Ortega ganará las elecciones las elecciones de noviembre con abundancia de votos. Es imposible imaginar otro resultado si todos los candidatos opositores están presos. Curiosa realidad para los partidarios del gobierno. Tienen que hacer malabares para justificar lo injustificable. Como corresponde a todo buen ortodoxo se recurre a la descalificación personal, a la acusación mayor: son maleantes conspiradores, traidores, perversos irredentos, pretenden entorpecer el camino de la victoria del pueblo, lacayos del imperialismo, y el resto de la lista rancia por el uso abusivo y la falta de pruebas inculpatorias. La verdad para Ortega es más sencilla: están en contra nuestra, por lo tanto, son culpables.
Entre abril del 2018, inicio de protestas populares que demandaban un proceso democratizador, y septiembre de ese año, se contabilizaron 325 asesinatos, un número indeterminado de desaparecidos, miles de heridos, a lo menos cien mil exiliados y más de 1600 presos políticos. 140 de ellos todavía en prisión.
La lista se incrementó en los meses recientes con el encarcelamiento de los siete candidatos presidenciales adversos al presidente Daniel Ortega para las elecciones del próximo siete de noviembre.
Otros 23 opositores están detenidos e investigados por violación de la ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz. Dicho en breve, por “traidores de la patria” y protagonistas de “conspiración para cometer menoscabo a la integridad nacional”.
La persecución no conoce fronteras. 40 organizaciones no gubernamentales perdieron su personalidad jurídica y no pueden seguir realizando sus programas, principalmente de carácter asistencial social y combate a la pobreza.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión y la Oficina Regional del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos para América Central y República Dominicana han registrado que, en los últimos dos meses, y “ante la intensificación de la represión”, al menos 12 periodistas de diversas regiones se han visto obligados a salir al exilio.
En Nicaragua el poder es monopólico. El Ejército, la Junta Electoral Nacional, la Asamblea Nacional, la Fiscalía y el sistema Judicial, habilitan todas las medidas en contra de la oposición, dictan leyes que prescriben los Derechos Humanos y justifican la violencia en contra de la población mediante la policía, el ejército y los paramilitares.
Ortega-Murillo no se equivocan, las veleidades democráticas pertenecen a políticas conciliadoras, a proyectos electorales en los que es posible perder. En consecuencia, es una trampa del imperialismo norteamericano que pretende arrebatarles el poder. “Vamos con todo” dijo la señora Murillo. Con palabras diferentes: de aquí no nos saca nadie y que caigan los que tienen que caer. Ni concesiones ni diálogo que pretendan un cambio de gobierno.
La terapia no puede ignorar el miedo, no confundirlo con la cobardía, por el momento el terror impide poner en riesgo inútil al Yo, también a familiares y allegados que podrían ser objeto de desquite.
Como hoy el mundo es otro Ortega-Murillo saben que una invasión es una idea peregrina, inadmisible; que las condenas internacionales tienen fuerza moral, pero incapacidad de imposición, que los países de América Latina soportan suficientes problemas internos derivados de la pandemia del coronavirus, como para involucrarse directamente en los bemoles de los nicaragüenses. En el caso de los gobiernos centroamericanos las actitudes se aproximan a posiciones tan imaginables como inaceptables.
Calcula bien el dúo. Pero, la historia acostumbra a salir por la ventana cuando la puerta está cerrada. Y la ventana está abierta… esperando. Por ahora, la pesadilla continua.