El Viejo Malestar del Nuevo Mundo. Segundo artículo

Mauricio García Villegas, autor del Viejo Malestar del Nuevo Mundo, está de acuerdo con Gramsci cuando dice que hay que tener el optimismo de la libertad y el pesimismo de la razón. Lo cierto es que la libertad, la racionalidad y los juicios son anhelos por los que luchar, no dones de la humanidad. Muchas veces el camino escogido ha sido otro en América Latina. Se han puesto en lo más alto los sueños, los ideales, la militancia, y en la parte más baja, la realidad

El programa anterior concluyó con la palabra tolerancia. En América Latina conviven diversos males, pero seguramente uno de los peores es la intolerancia, que polariza y transforma al adversario en enemigo. Al enemigo se le puede hacer cualquier cosa. Profesor Mauricio García Villegas ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Esto tiene raíces que se remontan a la época colonial. En la España de la Contrarreforma, que fue la que vino a América, había mucha intolerancia; todo un cerramiento de los espíritus en beneficio de la fe religiosa. Los científicos, por ejemplo, debían adaptar sus descubrimientos para que fueran compatibles con la doctrina católica. El dogmatismo, como dijo Octavio Paz, “es esa enfermedad del espíritu que ha hecho más daño entre los intelectuales latinoamericanos que la viruela entre los indios del siglo XVI”.

En el libro hay un capítulo destinado al delirio, una emoción barroca que es importante para entender la suerte que han corrido nuestros sistemas políticos. En el barroco había una confusión entre el vivir y el soñar. Así ocurre en El Quijote o en La vida es sueño de Calderón. Los latinoamericanos somos hijos del barroco. Somos incluso más españoles de la España clásica que los españoles actuales. Esa condición ha sido muy importante para la creación artística y en particular para la literatura, como lo dice mi colega Carlos Granés en su libro esencial, Delirio americano, pero ha sido nefasta para la política, que no se ha podido desprender de la utopía (ese sueño social), del fundamentalismo y del dogmatismo. Los políticos se inventan mundos imaginarios y quieren que la sociedad refleje esos mundos soñados. Aspiran a bajar paraísos celestes a la tierra y a construir sociedades ideales. Pero repito, utopía e intolerancia suelen ir de la mano y eso ha producido desastres en el continente.

Decíamos en nuestra primera entrevista que no se podía entender América Latina si no entendíamos a España. Quisiera agregar ahora que no se puede entender a América Latina sin los Estados Unidos y el papel protagónico que ha tenido a través de la historia, cuyo intervencionismo ha sido causa de no pocos odios y resentimientos. Y cuando no hay intervencionismo está presente el desdén y la indiferencia.

Estoy de acuerdo que para saber lo que somos, y lo que no somos (nuestras voces y nuestros silencios) hay que mirar a la potencia del norte, la más poderosa del mundo, siempre vigilante y a veces acechante. Muchos países de América Latina han sido víctimas de los Estados Unidos, empezando por México en el siglo XIX, cuando perdió buena parte de su territorio por causa del afán imperial de los gringos. Como decía don Porfirio Díaz, “Pobrecito México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”.

La conciencia de que los Estados Unidos es un poder amenazante ha estado presente en algunas épocas. Por ejemplo, a finales del siglo XIX cuando ese país se apoderó de las últimas colonias españolas. En ese entonces tomamos conciencia de que debíamos volver a mirar nuestras raíces hispánicas, de que nuestra esencia estaba menos del lado de los Estados Unidos y más del lado ibérico, menos en el espíritu industrial que en el cultivo del alma. Esto es lo que dice José Enrique Rodó en su célebre texto Ariel, a principios del siglo XX. También el poeta cubano José Martí y muchos otros.

Pero sobre la dominación imperial de los Estados Unidos también se ha exagerado, en particular en lo que se conoce hoy como los “estudios decoloniales”, según los cuales nada ha cambiado desde la Colonia. La dominación actual es mucho más compleja, menos monolítica, más porosa y menos aplastante. Tal vez lo que predomina es el menosprecio, el desinterés y la falta de solidaridad de los Estados Unidos con América Latina, lo cual alimenta, como no puede ser de otra manera, nuestro resentimiento.

En El viejo malestar del nuevo mundo hablo de algo que me parece la influencia actual más nefasta de los Estados Unidos en América Latina. Me refiero a la guerra contra las drogas, una cruzada que ha llenado de pesares a nuestro continente. No se puede entender América Latina sin el narcotráfico, que hoy permea, en algunas sociedades más, en otras menos, todos los rincones del tramado social. El narcotráfico no solo tiene efectos nefastos en la producción de drogas y claro, en el consumo, sino sobre todo en la violencia social, en la corrupción, en el debilitamiento de las instituciones y en el deterioro del tejido social.

Centenares de estudios reconocen hoy que esa guerra contra las drogas es un fracaso. Incluso estudios oficiales en los Estados Unidos. Muchos presidentes y sobre todo ex presidentes de América Latina denuncian el descalabro que es esa guerra y, no obstante, ella sigue en pie, produciendo víctimas, corrupción, caos social y desinstitucionalización. Las principales víctimas del narcotráfico son los países de América Latina. Antes eran Colombia y México, pero ahora el narcotráfico genera tragedias en Ecuador, Chile, Brasil, Venezuela, Argentina y, por supuesto, en Centroamérica.

La indolencia de los Estados Unidos en esta tragedia es enorme. Aquí, la realidad es compleja, porque la raíz de este problema no solo está en los gobiernos sino también en las sociedades, con sus partidos conservadores, en los Estados Unidos y en toda América Latina, que alientan esa guerra y se oponen a la despenalización.

Arribamos a un punto crucial en el que usted tiene toda la razón cuando insiste en que para un pueblo es irreemplazable creer en algo, en un mito aglutinador, capaz de crear un “espacio sagrado” en el que todos se reconozcan. Punto crucial porque ese espacio sagrado, inviolable, ha sido profanado y con ello se ha roto el consenso mínimo. No va a ser fácil restablecerlo y, sin embargo, es indispensable.

Cuando se fueron los españoles no solo se llevaron sus armas y sus ejércitos, también se llevaron la legitimidad del poder político. Uno de nuestros grandes dramas ha sido cómo restablecer ese sentimiento de apoyo al poder, cómo difundir la idea de que el poder es legítimo y por lo tanto debe ser respetado y obedecido. Las repúblicas del inicio del XIX lo intentaron, pero los resultados han sido pobremente satisfactorios: algunos países lo han conseguido más que otros, pero, en términos generales, en esto hemos tenido muchas frustraciones.

En América Latina necesitamos fortalecer la legitimidad del poder político. Eso requiere de un mito, de un cuento fundacional, de una historia creíble que nos una. Todo supone crear emociones colectivas favorables a la legitimidad. Este libro no es un escrito contra las emociones, ni mucho menos. Nada importante se hace en la sociedad sin pasión, decía Hegel. Lo que tenemos que hacer es limitar las pasiones que nos apocan, que nos malogran: el odio, el miedo, la venganza, el resentimiento, etc.

En esa reconstrucción emocional necesitamos al menos tres cosas. En primer lugar, recuperar la confianza en las instituciones democráticas. Insuflarles fuerzas renovadas. Para eso hay que detener la deriva extremista y autoritaria, que ha sido tan recurrente en América Latina. El fortalecimiento de la democracia en el continente pasa por crear aparatos estatales relativamente independientes de la política, técnicos, no susceptibles de ser cooptados por los gobiernos de turno. América Latina es un continente hiper-politizado, en el que las afiliaciones políticas cuentan más que la ciencia del buen gobierno. Tenemos que reducir la política a sus justas proporciones, evitar que ella se apodere de todo el Estado y de la sociedad.

Lo propio de instituciones fuertes es que no cambian con los gobiernos, que siguen inmunes a los vaivenes electorales. Un gobierno no puede tener el poder y la capacidad de acomodar las instituciones a sus propios intereses. La administración pública debe preservarse, tiene que estar por encima de los éxitos y fracasos políticos. El clientelismo y el padrinazgo, lo digo una vez más, han sido nocivos para lograr la autonomía institucional.

En segundo lugar, hay que fortalecer el tejido social y para eso se necesitan muchas cosas, entre ellas vigorizar la cultura ciudadana y robustecer la educación pública que, en América Latina no ha sido, como lo fue en Europa o incluso en los Estados Unidos, un crisol de unidad y progreso social, sino todo lo contrario, un sistema que profundiza la brecha entre las clases sociales y que no contribuye al progreso económico.

En tercer lugar, necesitamos fortalecer la conciencia de que los latinoamericanos hacemos parte de un mismo pueblo y por eso necesitamos fortalecer las instituciones internacionales y crear un mercado común, con una sola moneda y en el que exista libre circulación de bienes y personas. Tenemos un pasado común, compartimos un mismo territorio, valores, sociales, religiosos y políticos muy similares, una lengua y una cultura. Europa, con poco de todo eso, logró unirse y hoy lo está más que nunca. Nosotros estamos en mora en alcanzarlo.

En América Latina tenemos una educación que reproduce las desigualdades e injusticias de siglos, que contribuye a mantenerlas. Las desigualdades acentuadas generan el resentimiento, el resentimiento, la violencia, la violencia, la revolución o la dictadura. Los que pueden optan por la educación privada, el resto grande por la pública, que, salvo notables excepciones, ofrece una educación minusválida. ¿Hay indicios de que esta realidad pueda cambiar en ambos sentidos, en el de las injusticias y en la necesidad -va a sonar tal vez demasiado cursi- de que la educación contemple una suerte de revolución, de recuperación espiritual?

No tiene nada de cursi. Es totalmente pertinente. A veces las ideas más importantes son las más banales. La política, por sus afanes inmediatistas, se dedica a lo minúsculo y olvida lo primordial. En América Latina hemos descuidado muchas cosas esenciales, entre las cuales destaco dos, la reforma agraria y la educación.

Déjeme decirle algo sobre la segunda. Los resultados de la educación en América Latina son lamentables. Basta con mirar cualquier procedimiento de valoración o de evaluación internacional en materia educativa para constatarlo. Eso tiene que ver con lo que en trabajos previos he denominado “el apartheid educativo”. El apartheid no solamente es racial. En los Estados Unidos había un sistema de segregación a principios del siglo XX, en el que cada población, la blanca y la negra, recibía servicios, pero de manera separada y cada uno con calidad distinta. Algo parecido pasa con la educación en América Latina. Tenemos las poblaciones separadas ya no por raza, sino por clase social. La clase alta estudia en establecimientos privados de buena calidad mientras que la clase pobre (peor aún cuando es rural) estudia en establecimientos de pobre calidad. Así se crean dos sociedades, una para los ricos y otra para los pobres; dos sociedades que nunca se encuentran, al menos como ciudadanos. Sus poblaciones se relacionan en términos de patrón y empleado; en el mercado, no en términos de igualdad ciudadana; en la escuela o en el espacio público.

En los países democráticos europeos como en los Estados Unidos, hubo dos mecanismos de integración social que todas las clases compartían: el ejército y la escuela. A la educación iba el hijo del banquero, del obrero, del empleado, del artesano, del científico, del terrateniente y durante un más de una década estudiaban juntos y conocían, y limaban sus diferencias de capital social. En la gran mayoría de los países de América Latina no ocurre eso. Los ricos, repito, no conocen a los pobres como ciudadanos sino como subordinados y estos últimos solo conocen a aquellos como patrones. Ese desconocimiento recíproco -como decíamos en la primera sesión- engendra miedos, resentimientos, resquemores, envidias y odios.

Este es un tema muy difícil de resolver porque la política se hace de manera circunscrita, localista, fenómeno este que se ha acentuado con las redes sociales. Los políticos, siguiendo las tendencias de las redes, y a los periodistas, descuidan lo principal, aquello que es de largo plazo, que un solo gobierno no puede solucionar, que requiere del trabajo de varias generaciones empeñadas en lo mismo. Estamos inmersos en un círculo vicioso que nos impide ver las perspectivas de mediano y largo plazo.

Una entrevista no agota ni el contenido ni el espíritu de El viejo malestar del Nuevo Mundo. Hay que leerlo para entender que este no es el catálogo de agravios y pesares, porque el alma colectiva de América Latina también tiene una cara agraciada, plena de abnegación, de solidaridad, de amistad, de amor y relaciones humanas que hacen la vida más llevadera y plena. Deseo concluir con que la gente no crea que esta es una suerte de lamento colectivo. Muy por el contrario, se trata de conócete a ti mismo y a tu pueblo para que podamos ser mejores mañana.

Usted lo ha dicho muy bien. Este no es un libro sobre todas las emociones en América Latina. Es un ensayo sobre algunas emociones, las que Baruch Espinoza llama “tristes”, que han tenido un peso particularmente grande en el mundo de la política y en el de la sociedad.

Yo podría haber escrito un libro sobre las emociones tristes en Francia o incluso en los Estados Unidos, dos países que conozco relativamente bien. Si lo escribí sobre América Latina es porque es el continente que conozco mejor, no porque sea el único lugar en donde esas emociones existen.

Las emociones tristes, en particular el odio, el miedo, el resentimiento, la envidia y la venganza, han tenido un peso muy grande en nuestra vida política y son la fuente de una buena parte de nuestros males. Conocer ese hecho es el primer paso para remediarlo, para precavernos contra sus efectos dañinos.

Los antiguos griegos ya lo sabían: a veces los odios y las venganzas se devuelven contra nosotros mismos y nos estropean. La imagen de Ulises amarrado al mástil de su barco para oír el canto de las sirenas engañosas sin poder hacer nada para conducir la nave hacia ellas, es una bella metáfora de la amenaza que a veces son las emociones. Para evitar que las emociones tristes se vuelvan contra nosotros como un bumerang hay dos remedios: primero la cultura, la educación sentimental, la difusión del respeto y la tolerancia frente a los demás. Segundo las reglas, las instituciones que sirven para que los pueblos no terminen siendo víctimas de sí mismas, como ha ocurrido en América Latina con tanta frecuencia.

El mástil de Ulises es la imagen de esas reglas.

 

José Zepeda

Periodista, productor radiofónico, capacitador profesional.

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