Las emociones tristes de América Latina son el viejo malestar del nuevo mundo

Podríamos dolernos con razón de nuestros fracasos. Podemos hacer el inventario de los bemoles políticos y económicos de América Latina. Pero también podríamos intentar mirar la historia desde la atalaya de las emociones, porque somos razón y sueños. Y a veces más sueño que razón.

Mauricio García Villegas, colombiano, doctor en Ciencia Política por la Universidad Católica de Lovaina y doctor honoris causa por la Escuela Normal Superior de París-Saclay es autor de dos libros fundamentales: El país de las emociones tristes y, El viejo malestar del nuevo mundo (ambos de la editorial Ariel)

Las emociones tristes entorpecen la vida democrática y avinagran el alma.

La sentencia de Aristóteles “Conocerse a sí mismo es el principio de toda sabiduría” es para los individuos como para los pueblos.

Esta es la primera de dos entrevistas dedicadas a El viejo malestar del nuevo mundo.

Las diferencias históricas, las singularidades nacionales han impedido muchas veces ver las similitudes de fondo, las culturales y las religiosas. Usted incluye una hermosa hipótesis, “América Latina está segmentada en países amurallados en los que vive el mismo pueblo”. La historia que se aprende en América Latina se basa en las singularidades, en los particularismos. Y hoy hacen furor los peores nacionalismos, aquellos que separan el nosotros de los otros. Ya sé que es deseable, pero ¿es posible que la hermandad americana vaya más allá de un himno?

No sé si es posible, pero es deseable. Así fue en épocas anteriores, en las que hubo conciencia de que éramos un mismo pueblo. Durante la Colonia, por ejemplo, eso era más o menos evidente, por la unidad del poder político español. Pero incluso durante las repúblicas, por ejemplo, a finales del siglo XIX, cuando los Estados Unidos se apoderó de las últimas excolonias españolas, hubo una conciencia de que teníamos un alma común, muy ligada a España, a la lengua, a la religión, al pasado colonial. Hoy, un siglo después parece como si todo eso se hubiese perdido.

Hemos tenido un doble proceso. Por un lado, una uniformización por causa del consumo, propiciada por el mercado internacional, a lo cual se suma una uniformización debida a la globalización mercantil y tecnológica y a los fenómenos naturales, como el calentamiento global. Por otro lado, un aislamiento parroquial y nacionalista: las fronteras son difíciles de cruzar, la infraestructura vial entre países es escasa, no hay una moneda común, ni un mercado unificado, y cada país vive enfrascado en su mundillo local. Así como el consumo y los fenómenos naturales nos unen, eso debería ir paralelo con una unidad política y económica. La parroquialidad nos impide resolver problemas comunes y salir adelante. América Latina nunca negocia unida con las grandes potencias. Cada uno de los países tramita sus asuntos por aparte y eso es nocivo para el avance del continente.

 

¿Por qué el miedo es una emoción decisiva en América Latina?

El libro tiene tres capítulos centrales sobre emociones. El primero es sobre el miedo, que ha estado muy presente en América Latina. Empezó cuando llegaron los conquistadores, que sembraron el pavor con sus armas, con las enfermedades producidas por los virus que trajeron en sus cuerpos, los cuales eran desconocidos en América. A partir de ahí, el miedo nunca nos ha abandonado.

La religión fue un gran elemento difusor de miedo durante la época colonial, con el infierno, el demonio que rondaba, las catástrofes naturales vistas como castigos divinos.

Después, a inicios del siglo XIX, con repúblicas muy inciertas, incapaces de proveer seguridad, aparecieron los caudillos que sembraron el terror en los campos. Y cuando, en el siglo XIX, estos pasaron de ser bandoleros a ser presidentes, las guerras civiles se extendieron por todo el continente, con algunas excepciones, como Brasil, que tuvo dos reyes que lograron mantener la paz, y Costa Rica. Los caudillos son los precursores del populismo que todavía existe en la región.

En el siglo XX irrumpieron los regímenes militares y los movimientos subversivos. Todo ese devenir histórico ha sido causa de muchos temores. En América Latina cada partido político tiene su ideología, pero detrás de eso y de la manera como se viven esas ideas, hay mucho miedo. En el siglo XIX, los conservadores tenían miedo de que los liberales acabaran con los cimientos de la sociedad, con el catolicismo, con las buenas costumbres, con lo que ellos creían que eran los buenos valores. Y los liberales tenían miedo de los conservadores, de que impidieran que la sociedad progresara, saliera del oscurantismo medieval de la Colonia; que frustraran el progreso y la igualdad. Algo muy similar pasa hoy en día con los partidos de izquierda y de derecha:  están llenos de miedos recíprocos. Cada uno ve al otro como un enemigo de la sociedad que tiene en la mente.

Una de las hipótesis de este libro es que las ideologías y los partidos son importantes para entender lo que pasa en la política, pero no explican todo. Hay que ver las emociones que operan detrás de esas ideas. Cuando se capta esa dimensión emocional, sin olvidar la política, la económica y lo social, los fenómenos políticos de América Latina se entienden mejor.

Aquí hay que detenerse para considerar la herencia española en lo que plantea el libro El viejo malestar del Nuevo Mundo. Voy a nombrar algunas. El desacato. Somos geniales en la redacción de la norma, pero evasivos en su cumplimiento. Muchas veces lo que está escrito difiere de forma radical de lo que sucede en la realidad. Aquí estamos frente a un problema mayor.

Durante mucho tiempo antes de escribir estos dos libros que se dedican a entender el fenómeno de la política desde el punto de vista emocional, estuve dedicado al estudio de la cultura del incumplimiento de reglas en América Latina, que es un fenómeno que viene de España y que, al menos en parte, tiene que ver con la existencia de sociedades muy fuertes y Estados muy débiles.

Desde España nos viene la idea de que las normas no son tan firmes como parecen, que se pueden negociar o desobedecer con facilidad. La literatura picaresca da buena cuenta de esta cultura del desacato y está muy emparentada con lo que en América Latina llamamos la viveza criolla.

Eso está inscrito incluso en el catolicismo de la contrarreforma española, en donde la confesión servía para pecar con frecuencia, sin por ello perder o menoscabar la fe y la confianza en la salvación.  Los fieles siempre se pueden confesar, incluso de los peores crímenes y mientras tengan un acto de contrición, pueden empezar de nuevo. La posibilidad de remediarlo todo con la confesión permeó nuestro sistema normativo y sembró la idea de que las reglas son flexibles y que el desacato no es algo grave. Cervantes cuenta que cuando don Quijote vio a unos alguaciles que habían capturado a un par de ladrones, les dijo que lo soltaran, que después de todo la verdadera justicia es la divina y que la justicia terrenal es incierta y no siempre legítima. Borges tiene un pequeño ensayo, Nuestro pobre individualismo, en el que se refiere a ese pasaje para afirmar que de ahí viene nuestra similitud con España. Antes de leer ese texto nunca fui tan consciente, dice Borges, de lo parecidos que somos a los españoles; ahí estaba nuestra verdadera identidad común.

La viveza criolla, la rebeldía o la arrogancia de las élites frente a las normas es un fenómeno común en toda América Latina, parte esencial de nuestra identidad cultural.

 Segundo, el padrinazgo, el compincheo. Hay tantos que consiguen más por fuera que por dentro de las instituciones. El buen contacto, el buen amigo, resuelve casi todo. Aquí suceden dos cosas perniciosas. Por un lado, se desacreditan los aprovechados, pero sobre todo pierde credibilidad la institución, el Estado.

Ese fenómeno existía en la Colonia. En sociedades muy desiguales, y con sistemas jurídicos poco efectivos, los subordinados aprenden que la mejor manera de protegerse es a través de una buena palanca, de un buen padrino: es mejor contar con eso que con los jueces o los funcionarios del Estado.

La práctica del padrinazgo se extendió a los caudillos del siglo XIX, que protegían con celo a los soldados de su ejército y a sus seguidores, porque sabían que de ello dependía, en parte, su propia vida. Así ocurrió con Páez en Venezuela, con Rosas en Argentina o con Santa Anna en México. Las constituciones estaban llenas de normas que proclamaban y protegían derechos, pero en la práctica eran normas de papel y por eso las personas buscaban refugio en el padrinazgo. Eso ayuda a entender la persistencia de esta práctica y el hecho de que sea utilizada por casi todos los gobernantes, sin importar su color político, desde la izquierda hasta la derecha.

El padrinazgo y el clientelismo han dificultado la construcción de estados autónomos, dotados de una burocracia técnica, meritocrática e independiente de los vaivenes de la política. En América Latina las instituciones dependen demasiado de la filiación partidista de los gobernantes, no son autónomas.

 Si hay algo demasiado extendido ese algo es la envidia. La envidia que provoca celos y rencores de largo aliento. 

Baruch Spinoza decía que las emociones tristes -el miedo, el odio, la venganza, el resentimiento, la envidia- apocaban, disminuían a las personas. Eso también sucede con los países. Las emociones tristes se atraen unas con otras. Son como las virtudes. La persona generosa suele ser benevolente, sincera, etc. El miedo y el odio suelen ir juntos. La envidia, por su parte, está ligada al resentimiento.

La envidia también prospera en sociedades muy jerarquizadas, muy desiguales, que tienen una pequeña élite muy poderosa y una gran cantidad de personas subordinadas y humildes. Los individuos no ascienden socialmente por sus méritos, sino por los favores del padrino. Cuando eso ocurre la gente termina por convencerse de que quienes tienen cargos de autoridad o de poder no lo han conseguido por sus méritos, sino por los favores recibidos. Allí aflora la envidia: la sensación de que nadie se merece nada.

No hay que olvidar, además, que las emociones tristes producen placer: cuando las sentimos, una pequeña gota de dopamina se derrama en alguna parte de nuestro cerebro. Por eso son emociones tan frecuentes, tan adictivas (no solo entre nosotros) y tan difíciles de erradicar.

Hay un párrafo muy importante en su libro donde habla de la resignación callada de las mujeres traicionadas por sus maridos como una de las mayores fuentes de tristeza y malestar emocional en la historia de Hispanoamérica. Actualmente las mujeres cabeza de hogar en el mundo alcanza aproximadamente el 13% y en el caso de América Latina el 32%. El abandono de las mujeres viene de lejos. ¿Podríamos decir que el machismo es una costumbre universal, pero que en América Latina su magnitud tiene raíces históricas conocidas?

Esto tiene relación con muchas de las cosas de las que hemos hablado, pero con una en particular, el mestizaje. A las colonias hispanoamericanas, a diferencia de las del norte de América, no vinieron familias españolas para rehacer su vida en el Nuevo mundo, sino que lo hicieron hombres solos, muchos de los cuales se amancebaron con indígenas. La población mestiza de América Latina es, en buena parte, el resultado de esas uniones. La Corona intentó traer familias, pero la cohabitación con las nativas nunca se detuvo.

El mestizo, abandonado por su padre español, no sabía a qué mundo pertenecía. Los indígenas tenían una identidad propia y muchas veces la corona los protegía, sobre todo a las élites indígenas que colaboraban con ella. Pero el mestizo no hacía parte de ningún grupo, ni del de los españoles ni tampoco del de los indígenas. De ahí su desapego social, su rebeldía, su menosprecio por las reglas de juego, su viveza y su desconfianza. Todo eso hace que el mestizo reproduzca el comportamiento de su padre y abandone a su descendencia, como hicieron con él. América Latina es la región del mundo en la que el porcentaje de madres cabeza de familia, abandonadas por el padre, es más alto.

En el período de la independencia, las naciones recién nacidas necesitaban un Estado legítimo, una administración pública eficiente, capaz de imponer orden y seguridad. Se trataba de una empresa que superaba en mucho la capacidad de los próceres de la patria. ¿Vivimos hasta hoy los ramalazos de esa insolvencia republicana en nuestras emociones tristes?

 Creo que los próceres de la independencia subestimaron la importancia que tenía la legitimidad en la época de la Colonia. Como diciendo: “Ya nos liberamos de los españoles, se fueron, dejaron libre esta tierra. Ahora somos nosotros los que vamos a construir un Estado y basta con diseñar instituciones que copiaremos de otros países para salir adelante”. Pero el asunto no era tan fácil. Cuando los españoles se fueron, con sus armas y su ejército, también se llevaron la legitimidad. Uno de los grandes problemas que tuvieron las repúblicas fue reinventar la legitimidad perdida. La legitimidad colonial duró más de tres siglos, en circunstancias difíciles, porque España estaba muy lejos, los ejércitos eran pequeños y, no obstante, España logró mantener un territorio tan vasto, durante ese período gracias a la coalición de Estado e Iglesia. Las recién nacidas repúblicas no podían reconstruir la legitimidad colonial porque se trataba de hacer algo distinto (aunque algunos quisieron buscar monarcas para sustituir al rey español; pero esos monarcas fracasaron, empezando por Agustín Iturbide de México, que se proclamó rey con el nombre de Agustín I). La única salida era construir la legitimidad republicana. Pero no era una tarea fácil. Unir a los habitantes de un territorio en torno a sus instituciones requiere de un relato creíble, de un mito fundacional, de un cuento aceptado que inculque sumisión y obediencia. El cuento republicano era atractivo para una pequeña élite urbana culta, pero era demasiado ajeno para la gran mayoría.

Todavía hoy, más de dos siglos después, la falta de una legitimidad fuerte, de un mito creíble que una a la gente, es algo que nos sigue definiendo y afectado. Subestimamos esa legitimidad perdida al inicio de la república y no hemos sido capaces de reconstruirla plenamente, de sustituirla. En eso nos ha ido relativamente mal a los latinoamericanos.

 Terminamos este primer programa con los caudillos, que nacen después de la independencia, producto del miedo y la incapacidad estatal. Concentran el poder, no aceptan adversarios, tienen un ejército. Si uno junta todos estos elementos ciertos, esperaría que fueran seres detestables, que nadie los quisiera. Y, sin embargo, es al revés, los aman, los endiosan. Uno tiene ganas de clavar la mirada al cielo y clamar: ¡Por qué!

El poder del caudillo es un poder carismático que produce admiración en sus seguidores. Páez, por ejemplo, deslumbraba a sus soldados por su habilidad para domar novillos o para nadar de una orilla a otra; era admirado por su temeridad y valentía.

El Caudillo considera que el pueblo es el de sus seguidores y gobierna con y para los suyos; los otros son traidores, apátridas y en todo caso enemigos. Algo de esto persiste en América Latina. En alguna parte del libro hablo de la “democracia de sinécdoque”. La sinécdoque es una figura literaria que toma la parte por el todo, como cuando se dice “Argentina ganó el mundial”, para hablar de la selección de fútbol argentina. En América Latina, para muchos gobernantes, el pueblo se reduce a aquellos que los siguen. Cuando los caudillos, o los gobernantes populistas son derrocados por sus oponentes pasa lo mismo, pero al revés. Por eso en América Latina saltamos con tanta facilidad de un extremo al otro, sin explorar un punto intermedio en donde no haya sinécdoque, sino una nación que incluya a todos, con lo que eso implica en términos de aceptación de visiones políticas y culturales distinta, de reconocimiento de las minorías y de acatamiento a las instituciones.

Volviendo a lo de Chile, a mí me parece que eso es lo que ha pasado en los últimos años con el plebiscito, en el que ganaron unas mayorías para hacer una nueva Constitución. Esa Constitución la redactaron, de manera un poco provocadora, como si todo Chile fuera el Chile de ellos. Y esas provocaciones crearon, en sus opositores, miedos y resentimientos, que se fortalecieron hasta alimentar nuevas mayorías. Ahora tenemos una comisión redactora de la Constitución que es de un color político distinto al de los que redactaron inicialmente la Constitución. Esto también está relacionado con lo que el libro llamo “la trampa del radicalismo”, y es ese fenómeno que ocurre cuando el radicalismo de un movimiento o partido engendra una reacción que no solo acaba con ese movimiento, sino que produce un radicalismo opuesto y triunfante. Todo eso por no considerar las emociones de la parte opuesta.

En América Latina hay demasiada emocionalidad partidista y tal cosa nos hace perder conciencia de que todos somos ciudadanos con iguales derechos y parte de la misma nación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

José Zepeda

Periodista, productor radiofónico, capacitador profesional.

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