Nadie sabe lo que quieren los brasileños, ni siquiera los manifestantes
Expreso todo mi respeto a los corresponsales que confiesan honestamente no saber contra qué protestan los brasileños. Resisten la presión de sus respectivas redacciones para simplificar un conflicto, porque ni siquiera está claro si realmente existe un conflicto, y en el supuesto de que lo haya, entre quién se libra. Incluso los mismos brasileños no tienen ni idea contra qué se está protestando y cuál es el objetivo de las protestas. No obstante, esto no significa que no exista un problema fundamental en Brasil.
Es difícil encontrar una coherencia entre las protestas que, en los últimos días, se han extendido como una marea negra por todo el país. Cuando se pregunta a los manifestantes contra qué protestan, las respuestas son numerosas. Contra el aumento del precio del pasaje de autobús. Contra la mala calidad de la sanidad pública. Contra la mala calidad de la enseñanza. Contra la presidenta Dilma Rousseff. Contra la corrupción. Contra el Mundial del 2014. Contra la pobreza. Las exigencias no están muy claras; transporte público gratis para los estudiantes es una de las más concretas que se escucha por aquí.
Se trata de objetivos individuales
Entre ninguno de ellos hay consenso, ni siquiera un apoyo sustancial. La tarifa del autobús aumentó en 0,07 centavos de euro, sobre un precio medio de un euro por viaje, lo equivalente a aproximadamente al aumento de la inflación. Para quien no tiene dinero, la sanidad pública es mala, y la enseñanza es razonable si se quiere ver de una manera positiva. Todo ello tiene que ver con la pobreza, aspecto que en un principio tampoco constituía el tema central de las protestas. Una manifestante en Río de Janeiro comentaba tras enumerar una retahíla de quejas: ‘ además, millones de personas viven aquí en la pobreza’.
Es cierto. Pero precisamente se ha avanzado en la lucha contra la pobreza, lo reconocen también organizaciones internacionales. Con programas sociales como la Bolsa Família, una especie de prestación social básica y Minha Casa, Minha Vida , un programa de viviendas sociales, el gobierno actual y los dos anteriores han logrado que 20 millones de brasileños vivan ahora por encima del umbral de la pobreza; Brasil tiene 200 millones de habitantes. Eso es un logro tremendo y Dilma, tal como la llaman en los medios brasileños, y es ahora más popular que nunca.
‘Me temo que será reelegida el año que viene por una gran mayoría, estas manifestaciones no cambiarán nada’, constató un adinerado hombre de negocios en su lujosa villa en la playa Flamenco de Río. Su análisis es que las manifestaciones son la expresión de un malestar no definido entre los hijos de la nueva clase media, ‘como fue el caso en los años sesenta en Europa y en los Estados Unidos’. Al igual que todos los brasileños, no oculta su tendencia política: ‘Desgraciadamente este descontento no bastará para acabar con el actual gobierno de izquierda’.
¿Pero entonces, qué es lo que pasa en Brasil?
Todo empezó con una protesta pequeña, hace dos semanas en Salvador de Bahía, la tercera ciudad del país. Varias decenas de estudiantes ocuparon un importante cruce de carreteras en la hora punta. Los jóvenes exigían el pago de los salarios de los profesores, atrasado desde hacía varios meses. La exigencia realmente revertía en el interés de los estudiantes, porque se trataba de una universidad privada muy costosa. El caos de tráfico paralizó toda la ciudad, por lo que la protesta se convirtió en noticia nacional.
Poco después, una protesta relativamente inocente contra el aumento de las tarifas de autobús en la ciudad millonaria São Paulo, se desbordó. Aparentemente las autoridades habían decidido evitar, como fuera, una nueva perturbación del orden público. Pero la brutal e inusual reacción de la policía militar suscitó una ola de protestas y nuevas manifestaciones. En las redes sociales, actualmente también aquí dominadas por ‘Facieboekie’, como se le llama coloquialmente en Brasil, la indignación era grande. Seguidamente se convocaron miles de manifestaciones.
Yo creo que esta erupción de protestas es una expresión de un sentimiento general de malestar, que desde hace algún tiempo está macerándose en la sociedad. Un malestar sobre la extrema burocracia que a veces lleva a la gente al borde de la locura. Malestar sobre la corrupción irremediable: grandes proyectos son adjudicados, pero no son acabados porque desapareció el dinero. En definitiva: un descontento general con ‘el sistema’, comparable al del movimiento Occupy de hace dos años que protestaba contra el sistema financiero.
A ello se suma que, después de años de progreso y crecimiento, la economía brasileña empieza a fallar, aunque de ninguna manera hay recesión. En las últimas semanas la moneda brasileña, el real, bajó en valor, por lo que el precio de importación de los productos (de lujo) y de los viajes a Estados Unidos y Europa aumentó en un quince hasta veinte por ciento. Según las oficinas de turismo, los brasileños cambian o anulan sus viajes de vacaciones. El lado positivo es que la exportación brasileña vuelve a ser competitiva y aumenta la posibilidad de una recuperación económica.
La presidenta Dilma, que en un principio dijo que volvería a restablecer el orden con mano dura, reaccionó después de una manera mucho más sensata, diciendo que ‘las manifestaciones demuestran la vitalidad de la democracia en Brasil’. Y entre bastidores insistió ante las fuerzas del orden que actuaran con prudencia.
Cabe preguntarse si será posible mantener la calma. En la noche del miércoles se traspasó un límite en Río de Janeiro. Después de una manifestación, vándalos destruyeron ocho cajeros automáticos de un banco próximo al Parlamento. Esos cajeros son, mucho más que en Europa, esenciales para el sistema de pagos en Brasil. Si dejan de funcionar, el centro neurálgico del Brasil moderno se ve seriamente afectado.