La hora de la política puede ser la hora de la gran confrontación

El retorno de los chamanes que amenazan el bien común y los profesionales que pueden salvarnos. Ese es el título del libro de Víctor Lapuente. El mismo lo dice: «Soy doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford. En la actualidad, enseño e investigo en el Instituto de Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo». Se trata de un libro que reivindica la política pequeña y no la de los grandes sueños transformadores e inmediatos. Los chamanes, vale la pena decirlo de entrada, pueden ser izquierda o de derecha,

El retorno de los chamanes

Uno. Nada más erróneo que elevar a categoría de salvación la visión revolucionaria que un movimiento social y político, en corto tiempo nos llevará del infierno de la injusticia al cielo de la igualdad.

Es un pilar fundamental de libro y conviene subrayarlo porque los seres humanos, cuando sufrimos crisis colectivas, tenemos una tendencia a abrazarnos a estos movimientos, que pueden ser revolucionarios o contrarrevolucionarios; libertadores que acaban siendo autoritarios y en algunos casos totalitarios. En esos momentos de crisis nos abrazamos a un chamán, a una persona que viene con una idea muy sencilla de quiénes son los responsables, los culpables, los identifica, les pone nombre, en algunos casos, para identificarlos, les tatúa en el mismo cuerpo si puede ser, como ocurría en los años 30 del siglo XX y nos vende una solución simple. Normalmente intenta ir a la raíz de los problemas y puede llegar a ser revolucionaria. Pero eso nunca funciona en la realidad.

Dos. Seguir el manual revolucionario o conservador impide la experimentación y la flexibilidad. En la vida nacional no hay recetas, hay realidades y ellas exigen una forma original de búsqueda de soluciones ajenas a las capillas ideológicas.

Y si hay recetas ellas se construyen a través de los datos y de la evidencia empírica, de las políticas que funcionan o fracasan. No deberían surgir a partir de un manual ideológico, ya sea marxista o neoliberal. Pero el resultado es el mismo: hay un intelectual que es capaz de descifrar el funcionamiento del mundo, que lo plasma en un libro y pretende que los demás sigamos esas políticas públicas, cuando en realidad ese intelectual o ideólogo sabrá mucho, a lo mejor de alguna política, pero cuando llega al tema sanitario, seguramente, los miles de profesionales del ramo que trabajan durante años en sanidad tienen una serie de conocimientos más adecuados a la realidad, por lo tanto lo que hay que hacer es dejarles innovar, dejarles probar y de esta manera experimental es como avanzan los países.
Eso no quiere decir que no haya espacio para la política, lo hay y también para las ideologías, entendidas de una manera suave y no dura. ‘Bueno, queremos un poco más de gasto público o un poco menos. Un poco más de responsabilidad individual o colectiva’. Pero siempre teniendo presente que como políticos o como intelectuales no podemos pretender resolver todos los problemas teóricamente, sino dejar innovar a los que tienen las manos en la masa en las distintas políticas públicas.

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Víctor Lapuente, autor del libro El retorno de los chamanes

Permítame insistir en este segundo punto. Con otras palabras el conocimiento y la imaginación creativa deben estar por sobre las convicciones de capilla.

Es muy difícil, porque tenemos un instinto natural, tribal, que nos conforta, que nos hace sentimos protegidos. Miramos a nuestra propia ideología y queremos ser coherentes. Si eres una persona progresista, de izquierda, introducir un mecanismo de competencia en la provisión de cierto servicio público, de alguna manera, puede hacerte sentir que es una agresión contra tus principios y tiendes a rechazarlo. Debemos intentar reprimir esa tentación, ser abiertos y tolerantes hacia prescripciones políticas, vengan de quién vengan. La verdad es verdad aunque la diga Agamenón o su porquero; un neoliberal o un marxista o una persona sin fuertes convicciones ideológicas. Hay que mirar qué políticas funcionan y cuáles no. Es algo muy sencillo de decir y a lo mejor, para un oyente es lo que hace cada día. Y es verdad, lo hacemos todos, pero cuando llega la hora de la política, si lo pensamos, muchas veces nuestro rechazo no es tanto en función de su eficacia porque no nos preguntamos eso. Nos preguntamos quién es el padre o la madre. ‘Ah, viene de Margaret Thatcher, ya no me gusta’. La paternidad o la maternidad de las ideas no debería importar, lo que vale es el resultado que tengan, pero no lo aplicamos. Cuando alguien nos dice, la mejor forma de educar a tu hijo es de esta manera, no nos preguntamos quién lo dice, seguimos el consejo si es eficaz, pero en política todavía vivimos atrapados en estas cosmovisiones ideológicas.

Tres. Es nocivo creer que gestionar nuestras diferencias con la exacerbación del discurso vamos a resolver los desafíos que enfrentamos. El verbo es para entendernos, pero lo usamos frecuentemente para desentendernos.

A veces, paradójicamente, y es triste, cuando más hablamos de políticas públicas, más podemos estropearlas. A mí me gusta poner el caso de la sanidad española que durante años ha permanecido en la sombra de los focos de los grandes medios de comunicación y de los grandes discursos. Ha estado básicamente en manos de profesionales sanitarios, gestores de hospitales, muchas veces procedentes del sector privado, y del público que va rotando. Profesionales calificados y unos políticos muy abiertos, que han cruzado el pasillo, como dicen los americanos, de un lado al otro, de la izquierda a la derecha y han llegado a acuerdos. Socialistas que aceptan la privatización de los servicios sanitarios, y conservadores que aceptan una mayor universalización de la sanidad pública. Con este pragmatismo y fuera de los focos mediáticos la sanidad española ha ido avanzado poquito a poquito hasta convertirse en un referente a nivel internacional. La sanidad gasta en torno a la media de los países de la OCDE, con prácticamente la mitad del presupuesto de los países escandinavos y, sin embargo, tiene unos resultados muy parecidos. Es una salida altamente eficiente, con muchos problemas, como todas, pero con pocos casos de corrupción y abuso. Sin embargo, ahora, estamos hablando cada vez más de la sanidad. En los últimos años, los chamanes, los grandes ideólogos están aterrizando la sanidad española y comienzan a discutir cada punto. Lo que antes se veía como innovación, por ejemplo, externalizar un servicio a un consorcio privado, ahora se ve y discute en los medios de comunicación, no como un experimento que hay que ver sus efectos, sino que se debate en grandes términos abstractos. Y no se habla de los resultados sino que esto es abrir la puerta al neoliberalismo, esto es privatizar la sanidad, esto es recortar derechos sociales. Cuando entramos en este tipo de discurso, lo que ocurre es que, en lugar de acercarnos y de llegar a acuerdos nos vamos distanciando cada vez más. El partidario del mercado privado se va consolidando más en su posición de rechazo al estado y, por el contrario, el comentarista o el político progresista cada vez más se va encerrando en su cosmovisión estatista de la sanidad, con lo que todo acuerdo es más difícil.

Cuatro. La única política transformadora efectiva es aquella que impulsa las reformas oportunas de forma sostenida. Reivindiquemos lo pequeño.

Sé que esto no es muy popular porque desde la gran recesión del año 2009 es raro el día en que no abres un periódico en el sur de Europa, pero seguramente en toda Europa, en que no se hable de la hora de la política, es el tiempo de la gran política, que la política tiene que reequilibrar los mercados, que tiene que salvarnos…Y se habla de una política con mayúsculas, transformadora, que vaya a la raíz de los problemas. Yo creo que ese es el germen, precisamente, para que las cosas no se resuelvan. Ir a la raíz de los problemas en una crisis tan compleja, en donde nuestras dificultades son resultado de miles decisiones tomadas al otro lado del Atlántico, en Luisiana, donde muchas personas no pudieron pagar su hipoteca y ello desencadenó una serie de problemas. Nos vamos a perder ahí, además va a ser corrosivo porque vamos a empezar a acusarnos los unos a los otros, que es lo que está ocurriendo. La hora de la política quiere decir muchas veces la hora de la gran confrontación.

Creo que resulta más práctico lo que llamo una política pequeña y el libro es un elogio a esa opción más modesta, más humilde, que avanza paso a paso, pero que no por ello avanza menos. Esto es como la fábula de la liebre y la tortuga. La tortuga avanza pasito a pasito en línea recta. La liebre va dando saltos, pero en realidad no va en una dirección concreta y acaba perdiendo la competición. Lo mismo ocurre en políticas públicas. Hay que avanzar como la tortuga, sin pausa. Esto es importante, porque creo que hay que avanzar, probar cosas nuevas, discutirlas, pero manteniendo unas expectativas moderadas, evitando los grandes saltos.

Ahí están algunas , no todas, importantes bases del libro. Pasemos a las preguntas.

Cómo buscar el equilibrio en la cuerda floja, entre los sueños apurados y la resignación indiferente.

Es muy difícil. Creo que es una de las grandes preocupaciones del ser humano y se nota porque ya aparece en la mitología griega. En el mito de Dédalo e Ícaro cuando escapan del laberinto del Minotauro, el padre le dice a si hijo, no vueles muy alto porque si lo haces el sol derretirá las alas de cera y caerás. Esta es la historia. Ícaro persigue unos sueños ambiciosos, demasiado abstractos, unas política grande como diríamos en el lenguaje del libro. También Dédalo le advierte, no vueles demasiado bajo porque el mar mojará las alas y tampoco vas a poder llegar a tu destino. De alguna manera ahí está el problema, encontrar un equilibrio entre volar alto pero no demasiado y volar bajo pero no demasiado. Eso es difícil y hay que verlo política a política. Todo depende de los momentos en que nos encontremos. Los planes de Roosevelt, por poner un ejemplo, el New Deal, (Franklin Roosvelt, política implementada entre 1933 y 1938) tras la gran depresión americana, ahora nos parecería volar muy alto, porque creaba una serie de nuevas instituciones, leyes que imponían nuevos impuestos, nuevas agencias…pero es que las circunstancias exigían volar alto por lo dramático de las circunstancias. Lo que hay que hacer es ajustarse a la realidad.

En estos momentos varios países del sur de Europa están viviendo momentos de mucha desigualdad. Habrá que proponer políticas ambiciosas, pero sin tratar de cambiar las reglas del juego como pretenden algunos populistas.

Dos cosas sobre el periodismo. Es mentira, dice usted, que el mensajero es solo mensajero, que es también causa de los cambios políticos de un país. ¿Por qué?

En general las explicaciones de por qué los países no funcionan se centran en dos actores: uno, los políticos, que serían los culpables de todo, no nos representan y, dos, seguramente en otra parte del continente oímos lo contrario, la culpa es de la gente, la gente no está educada, no sabe lo que quiere. Creo que ambas explicaciones son válidas, pero incompletas. Falta un tercer actor muy importante y ese son los medios de comunicación. Cómo los medios estructuran el debate. Volviendo al ejemplo anterior de la sanidad, simplemente, al obviar las grandes abstracciones y centrar la discusión en cuestiones concretas sin insistir demasiado en el debate se ha avanzado positivamente. Sin embargo, en el caso de la educación los medios de comunicación le han dado una gran prioridad, han organizado muchos debates. Cuál es el sentido, si la educación es elitista, qué reformas tendríamos que imponer y han contribuido a ese lenguaje abstracto que ha impedido, no solo ellos, adoptar una serie de reformas más pragmáticas, pasos más pequeños para cambiar la educación española.

Los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad porque son actores principales a la hora de estructurar cómo se discute una política.

Si tuviera que explicar en un factor la felicidad de las naciones, diría eso, cómo se estructura el debate de las políticas públicas.

Es verdad que el Regreso de los chamanes habla que hay moderadores de debates radiofónicos o televisivos que muchas veces esgrimen el deseo de casi desaparecer para no interferir en las visiones de los participantes. Quiero aclarar que esta declaración nace con el propósito de evitar que los presentadores aprovechen la ocasión para lucirse a costa de los invitados y orientar marcadamente sobre temas que conocen superficialmente. Usted llama la atención sobre el otro extremo patológico, dejar decir sin conciencia crítica, tarea esencial del periodismo.

Es una observación muy válida. Creo que tiene toda la razón. Hay que  evitar los dos extremos. El que trato en el libro, en el que el moderador no interviene, sobretodo en el debate entre políticos, que no actúa como representante de los ciudadanos, tratando de sacar a la luz las medidas concretas que quieren aplicar. Y, por otra parte, el extremo que usted comenta que sería lo opuesto, simplemente el peligro de exagerada intervención de un periodista sobre temas que no conoce. Ambas cosas deberían ser evitadas. Por lo cual yo creo que, si armonizamos el papel del periodista a estos entrevistados, por una parte con los expertos, donde tiene que controlarse y escuchar para transmitir el valor de los profesionales sin introducir su propia ideología y cuando encara a los políticos ser más inquisitivo, nos pondríamos de acuerdo.

¿Es posible llevar a la práctica estas recomendaciones que usted hace sin una reforma fiscal? Se lo digo, no tanto por Europa, sino por América Latina, donde usted sabe los impuesto que se pagan, son, por decirlo diplomáticamente, irrisorios.

Este es uno de los problemas fundamentales a la hora de mejorar las políticas públicas. La idea es que los ciudadanos tienen que sentirse dueños del sector público. Es la única manera de ser responsable. Esto está muy correlacionado a la disposición de pagar impuestos. Cuando el gravamen es muy alto, como en los países escandinavos, en los que se nos acaba yendo el 50 o el 60% de la renta, estás extremadamente preocupado con qué es lo que van a hacer con tu dinero. El sector público es tuyo y te sientes implicado. Por el contrario, cuando no pagas impuestos y eso es lo que ocurre en las monarquías de petrodólares, en donde ni votas ni pagas impuestos, la gente no se siente dueña ni responsable, ni tampoco pide a los políticos rendición de cuentas.

El argumento del libro tiene que ser complementado con un público exigente, que se involucre en el debate político y para ello es esencial que pague impuestos.

¿En qué medida la condición de país en desarrollo condiciona la acción política?

Puede condicionarla de muchas maneras. En un trabajo que escribimos con Nicholás Charrón, lo que vemos es que las democracias en vías de desarrollo suelen tener bastantes problemas en ofrecer un gobierno efectivo a los ciudadanos porque los políticos prefieren confiar en patrones, en redes clientelares, en distribuir bienes de consumo, en dar limosnas o beneficios sociales a los votantes, en lugar construir un servicio sanitario o una red de escuelas de calidad para todos.

Lo que sabemos es que cuanto más desarrollado está un país más exigentes son los ciudadanos y más escrupulosos en cómo se gasta.

Dicho esto, hay muchas diferencias. Estoy pensando en la famosa comparación entre Jamaica y Singapur. En los años 60 Jamaica tenía una renta ligeramente superior a Singapur, ambas islas estaban recientemente descolonizadas del imperio británico. Una se encontraba más cerca de los Estados Unidos y parecía que tenía todos los números para desarrollarse más rápida que la otra y, sin embargo, ocurrió al revés. Jamaica padeció las consecuencias del poco desarrollo económico y Singapur escapó a esa condición. Lo que demuestra que existe un margen de maniobra, pero el nivel de desarrollo importa tanto como los niveles educativos. Se nos suele olvidar que los países escandinavos se desarrollaron económicamente más tarde que los anglosajones, pero tenían niveles educativos muy altos y eso les ha permitido mejorar rápidamente merced a su legado histórico.

Al populismo hemos llegado. El populismo de derecha e izquierda, unidos por el discurso del chamán. Siempre se nos ha enseñado que la mejor manera de combatir una idea es con otra idea. Suena muy bonito, pero cuando se trata del populismo tengo el temor que, quienes lo defienden apelan a la ilusión que tiene una fuerza realmente arrolladora y parece como viniese en los genes de los seres humanos y estamos más tentados a creer en eso que en otra cosa.

Es un temor muy justificado. Los seres humanos lo llevamos, no sé si inscrito en los genes pero creo que sí, porque así lo muestran los experimentos. Nos sentimos muy inclinados en situaciones de inseguridad como las que se han vivido muy habitualmente en la historia de América Latina y ahora en el sur de Europa, a creernos más las teorías de la conspiración y el populismo es una versión light – en algunos casos no tan light- porque es la teoría de los poderes ocultos, ajenos a la patria, al pueblo. Juegan con este miedo que tenemos y lo explotan.

La tentación es responderles de una manera muy directa y en ciertas ocasiones lo que hay que hacer es no responderles. No entrar en su juego y en su discurso y moverse de lo que los anglosajones llaman, politics, entendida como lucha de poder, a la policy, entendida como políticas públicas. Resulta mucho más fructífero para partidos, intelectuales y periodistas no populistas intentar girar el eje de discusión y no enfrentarse con ellos con otra gran idea, porque ellos viven de eso, de la confrontación de ideas y no de la confrontación de realidades.

Cuando el regreso de los chamanes habla de los indignados para decir, palabras menos, palabras más, que necesitamos menos exabruptos y más cordura, creo que es una generalización que puede ser injusta. Me explico. Si los indignados de México llenan el Zócalo para decir que la desaparición de los 43 estudiantes de Iguala es responsabilidad del estado, yo quiero estar en el Zócalo. Restarme, de algún modo es síntoma de insensibilidad social.

Es una precisión adecuada. Yo estaba pensando precisamente lo mismo, a mí también me gustaría estar en la plaza del Zócalo y en cualquier tipo de protesta sobre un propósito concreto. Es decir, ha ocurrido algo que creemos es responsabilidad del gobierno y queremos que se resuelva. Hay que rebelarse en contra de la injusticias. Aprovecharse de esta debilidad humana con la teoría de la conspiración, es tratar de hacer, como algunos movimientos de los indignados tratar de cambiar todo el sistema. Eso es otra cosa.

José Zepeda

Periodista, productor radiofónico, capacitador profesional.

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