El hartazgo de América del sur busca nuevas relaciones políticas, económicas y sociales
El incendio social en América del sur es consecuencia de la indignación. La era digital exhibe al desnudo la falta de acceso a bienes materiales, el temor al futuro incierto, la incapacidad de la élite política de responder a las demandas sociales. La falta de respeto a la ciudadanía. Las respuestas equivocadas desde el estado generan paradojas en una realidad turbulenta, en donde crece el malestar y la rabia.
El poder no lo dice, y a lo mejor ni siquiera lo calcula, pero contaba con la resignación social. Algo así como: “van a reclamar, van a salir a protestar con pancartas y exabruptos verbales, van a romper algunos vidrios y robar unas cuántas mercaderías. Se van a ir casa mascullando garabatos y maldiciones, pero, a la mañana siguiente, se levantarán con la reseca del cabreo, y se encaminarán al trabajo, porque hay que poner la olla y mandar a los niños a la escuela”.
Y resulta que no. Que reventaron, que se hartaron, que no dan más. Literalmente, no dan ni quieren dar más. Reclaman una vida distinta en el Ecuador, en Chile, en Bolivia y mañana seguramente en otros países.
Pero es preciso evitar conclusiones equivocadas. No es esta una rebelión de izquierda. Es conveniente establecerlo
Y, entonces, ¡qué carajo es!
Es lo mejor que podía pasar, una asonada en el sentido literal del término. Toda respuesta está en la búsqueda inconexa de una vida más digna. Crece el deseo de poder decidir a dónde vamos, de tener la oportunidad de disfrutar de la riqueza que los países son capaces de crear. Ciudadanos que quieren poner coto a los sueldos insultantes, de gravar a las grandes riquezas. No para humillarlas, si para que aporten a la protección de los más débiles. Para que la región deje de ser señalada como la de mayor desigualdad en la distribución de la riqueza. Para evitar que la corrupción sea normalizada como una forma de vida.
Cuando en Ecuador los indígenas de la CONAIE encabezan un levantamiento popular se suman desde los estudiantes hasta las amas de casa; desde los profesionales a los obreros. Todos rechazaron la eliminación del subsidio a la gasolina extra y el diésel. El gobierno tuvo que derogar el famoso decreto 383 que era también resultado de las presiones del FMI.
En Chile la chispa fue el aumento del precio en el pasaje del metro. No fueron los 30 pesos, fueron los treinta años.
Chile y Ecuador son realidades muy distintas que exigen respuestas diferentes, pero el común denominador es la insatisfacción social y el hartazgo.
Es también el caso de Bolivia. La rabia popular por el desacato del presidente al resultado del referendo que le negaba volver a postularse como candidato fue de efecto retardado.
Evo Morales padece, qué pena, del síndrome del boxeador. Cuando estaba aún en la cima, cuando consiguió tanto, cuando muchos dentro y fuera de Bolivia aplauden los logros para la gente pobre, en lugar de retirarse a observar con satisfacción la obra, cede a la tentación de mantenerse en el poder. De creer que puede derrocar a la historia. Y entonces, cae a la lona sin gloria ni vivas. La razón de la porfía es entendible: Evo es el MAS. El líder. Evo no tiene sustituto. Pero la gente, la misma que ha sido favorecida por los empeños de dignificación patriótica, intuye que hay algo errado para la democracia cuando alguien está dispuesto a perder la cara por el poder.
Ahora surge, torpe, débil, torpe y embustera, la idea de que se trata de un golpe de estado. Nada más alejado de la realidad. Si hasta los partidos políticos de la oposición fueron superados por el movimiento social. Los detonantes fueron el desconocimiento de los resultados del referendo del 21 de febrero del 2016 y el fraude electoral del 20 de octubre del 2019, establecido sin géneros de dudas por la OEA.
Todo ello no supone dejar de lado la brutal represión de las últimas horas en contra de los seguidores de Evo Morales, que ha cobrado la vida de cinco personas. Tiene toda la razón la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cuando condena el uso desproporcionado e innecesario de la fuerza en contra de los manifestantes.
En otra arista del momento de la vida en el barrio, se escuchan por estos días argumentos para justificar de algún modo los actos violentos, la destrucción de bienes públicos y privados en Chile, como si fueran el resultado entendible del dolor padecido, de humillaciones sostenidas, de la exclusión permanente de tantos seres anónimos. Se grita que los culpables son los del poder y que a ellos hay que dirigirse o atacar.
Suena tentador, pero no es verdad. La violencia, el pillaje y el vandalismo hay que condenarlos sin matices, sin subterfugios. No todo está permitido. La libertad no se conquista mediante el delito. La democracia es una olla grande, pero en la que no cabe todo. Ni desmanes ni mucho menos represión asesina. Porque lo es. Dejar sin ojos a un muchacho de 21 años, y otras doscientas personas con lesiones severas en la vista son actos criminales por el que tendrán que responder algún día los autores materiales e intelectuales. Tirar balines a la cara. Vaya mérito de los guardianes de la seguridad y la ley chilena.
Que distinta a la violencia es la protesta embarazada de días mejores, preñada de expresiones artísticas, de picardía popular, de presencia millonaria en las calles. Reclamos justos con alegría en el corazón. Hay quienes han reaccionado airados diciendo que esto no es una fiesta, ni una pachanga. Los extremistas no tienen sentido del humor y no entienden, peor para ellos, que con sonrisas en los labios también es posible manifestar descontento. El buen humor humaniza y condena a los tontos graves.
En Chile todo apunta a que una de las medidas indispensables para calmar la rabia colectiva es esta convocatoria a un referendo para elaborar una nueva Constitución. Una carta magna en la que se sientan representados todos los chilenos porque puede y debe emanar de una voluntad y participación colectiva.
Existe una élite empobrecida intelectualmente que no entiende que la inclusión política es tan vital como la económica. Si no escuchan harán realidad el dicho popular: Dios ciega a los quieren perder.,
La nueva Constitución es esencial, pero no resolverá todos los dilemas. Los enfermos no pueden esperar, las pensiones no pueden esperar, la educación no debe esperar.
Hay que crear caminos paralelos para las urgencias y para la Constitución.
América del sur revienta. Pero cuando los insatisfechos vayan a casa después de gritar por las calles, cuando recuerden con alegría el calor de lo compartido por tantos; cuando todo ello suceda, valdrá la pena recordar que el nuevo horizonte nacional, chileno, ecuatoriano, boliviano, o el que sea no se va a resolver en la calle. La calle no es un destino, es un medio.
Habrá que buscar y encontrar canales de diálogo, senderos de superación, y lenta, pero seguramente, encaminarse a la recuperación de la confianza en la política auténtica, en la que es capaz de traducir en actos la voluntad popular mediante el servicio público.