Dios existe, pero no como quisiéramos. El silencio de Dios. Josep Otón
Hacer la lista de las penurias humanas exceden los propósitos de esta pagina. Son demasiadas. Si pensamos en el drama de los refugiados, en la injusticia que padece la mayoría en la mayoría de los países, en la destrucción de la naturaleza, entonces ¿en dónde está Dios? No es algo retórico. Josep Otón, especialista en religión y experiencia espiritual en su reciente libro, Simone Weil, el silencio de Dios, encara las preguntas acuciantes de esta ausencia aparente de la divinidad en nuestro valle de congojas. Por eso este artículo no tiene pretensiones confesionales, ni adoctrinamientos religiosos. Lo sí pretende es motivar la reflexión, pensar más allá de nuestras creencias, de lo que nos gustaría.
Simone Weil establece una relación con Dios basada en la amistad, es decir, es interpersonal. Algo poco habitual, porque lo normal es que se trate más bien de veneración de los fieles. Es como si la invitación al encuentro fuera entre iguales.

Simone proviene de un pensamiento agnóstico o ateo. Una relación de veneración no tiene cabida. Es hija de la Ilustración y de la modernidad y, por tanto, sería un paso atrás reconocer un Dios de veneración, de sometimiento. Por otra parte, viene de la tradición libertaria, anarquista, y, un Dios, en el fondo es un jefe. Pues tampoco. Es una persona racionalista y un Dios que aparece como un constructo mental, como un silogismo, producto errado de un proceso de argumentación, de lógica, no tiene mucho sentido en ella.
Es a partir de su vida que Weil se relaciona con Dios. Uno de los momentos fundamentales es cuando trabaja en la fábrica como un obrero más. Ella, una teórica, una comprometida, como tantos otros con el movimiento obrero, acusa a los grandes teóricos de no conocer la vida de esos seres, de hacer pensamiento desde el despacho, de teorizar. Por eso fue a la fábrica a vivir lo que era la existencia de los trabajadores. Allí palpa el dolor humano.
Luego, en Portugal, escucha el canto de las mujeres en una procesión de la Virgen de los Dolores. Ve a Cristo clavado en la cruz y son los esclavos los crucificados. Hoy ¿quienes son los esclavos? los obreros. Yo soy obrera. Pues el cristianismo tiene que ser mi religión.
Allí parte la relación, que no me atrevería a llamar de igual a igual, pero sí de sufriente a sufriente. Ella, que ha padecido, reconoce en Jesús crucificado algo equiparable a su vida. En eso podríamos decir de igual a igual. Y ahí entra en la dimensión de la trascendencia.
Esta relación interpersonal no se va a producir con rayos y relámpagos, con cantos de ángeles y trompetas de oro, sino que tiene lugar en lo más cotidiano, en una caminata, en un gesto intrascendente. Dios está en las flores y no en los castillos del cielo. Si es así, ¿no tiene usted la impresión que todas las historias espectaculares, los acontecimientos hiperbólicos que muchas veces se propagan, le hacen daño a la verdadera fe?
Weil es muy prudente. Se descubrió que había tenido estas experiencias religiosas después de muerta, porque lo habló con algunos íntimos.
Recordemos ciertas expresiones suyas: “Cristo vino y me tomó”. Uno se pregunta ¿Que quiere decir aquello en el lenguaje místico? Debe tener un significado profundo. Ahí está la cuestión. Es decir, esa esencia le ayuda a reconocerlo, como dice usted en las flores, en la belleza del mundo, en la amistad, en la lucha por la justicia. Lo reconoce en otros aspectos gracias a su experiencia íntima.
Sí, es cierto lo que usted sugiere, que a veces se presenta el encuentro con Dios en los castillos, en una especie de corte que refleja el mundo que reconocemos, jerarquizado, ordenado, etcétera. Para ella la palabra Dios empieza a tomar significado cuando lo descubre en lo cotidiano. No sólo en las flores, también en el dolor, en el sufrimiento, en las víctimas. Ella pensaría que como hay víctimas tiene que haber un Dios, que es a su vez víctima.
A veces la fe oscila entre buscar un mundo idílico, irreal, que no nos deja descubrir la presencia escondida y silenciosa. La realidad en lo cotidiano.
Usted lo dijo al pasar, el dolor. 1938. Nuestra protagonista está escuchando un canto gregoriano y es cuando se olvida de esa severa migraña que la aqueja y descubre que puede amar al amor divino a través de la desdicha. El sufrimiento como elemento purificador. Voy a decir una blasfemia: hay algo de masoquismo en esa interpretación
Es cierto que Weil tiene una relación complicada con el dolor. Un teólogo de mi tierra dice que, así como ese libro, Más Platón y menos Prozac (Lou Marinonoff, 1999) se podría aplicar al revés, más Prozac, y menos Platón. Alguna vez se la ha acusado de masoquismo.
Aquí hay que distinguir dos cosas: una es cuando alguien sufre, no es que sea masoquista. Seguramente desea quitarse el dolor. Supongo que ella luchó para sacárselo de encima. No lo buscaba en sí mismo. El masoquismo, sería, quiero sufrir. Buscar sentido al dolor no es masoquismo sino todo lo contrario, es para sufrir menos. Ella habla de un concepto muy fuerte, la desgracia. El problema no es tanto el dolor, es la humillación. Cuando sufrimos nos sentimos humillados. Buscarle sentido es intentar escapar del dolor. Por eso se fija tanto en la cruz, en hallar una salida, una trascendencia. Quiero pensar más sobre la pregunta que me parece muy interesante.
Seguramente el masoquismo es buscar una trascendencia en el propio dolor. En cambio, lo que ella propone lo recoge de la tradición religiosa y sobre todo de la cultura cristiana, algo que la trascienda, que no se convierta el dolor en sí mismo en una trascendencia, sino que vaya hacia un fruto, como el dolor del parto, que es doloroso pero creador, porque tiene un sentido, porque da una vida.

Hay cosas conmovedoras de Simón Weil, pero si hubiese que escoger entre tanta sabiduría, hay que nombrar cuatro formas de amor implícito a Dios: las prácticas religiosas, la belleza del mundo, la caridad con el prójimo y la amistad. Quiero referirme sobre todo a dos de ellas. ¿Es posible una vida religiosa sin ritos?
No, es imposible.
Es tan sencillo como eso…
Tan sencillo como eso. Entiendo que en países de tradición muy católica la gente esté saturada de los ritos. Sí, a veces los ritos, la normas, las sinergias religiosas son un obstáculo, algo que constriñe. El mayor critico de la religión fue Jesús, que cuestionó tales prácticas, los automatismos, lo mecánico, lo algorítmico de la religión, esa especie de aritmética de lo sagrado.
La experiencia ¿qué me dice? que somos seres humanos y por lo tanto seres culturales, en consecuencia cualquier experiencia religiosa tarde o temprano se transforma en mitos, en ritos, en normas, en ética, en comportamientos.
La clave está en descubrir que el rito en sí mismo no es la trascendencia, es como una escalera, pero que no nos tenemos que quedar en eso. Weil utiliza una expresión, los puentes. Son puentes para transitar, y a veces lo que hacemos es construir edificios en medio del puente para instalarnos allí. Esto es lo que pasa con los ritos, deben que ser algo transitable que nos conduzca más allá del ego, más allá de nosotros mismos, a la trascendencia. Pero a veces nos fosilizamos, ¡pum! nos instalamos allí y nos sentimos seguros. Esa es la religión que criticaba Jesús.
La caridad con el prójimo y la amistad. Aquí hay una suerte de contradicción personal. En primer lugar, la caridad con el prójimo. Tengo la sensación que este elemento es esencial para el mundo de hoy empecinado, de formas diversas, en el desdén por el otro, en la indiferencia por el otro.
Sí, sí, en eso Simone Weil es actual. No se puede entender la trascendencia en sentido de Dios, sin ese salir del propio ego, de los intereses egoístas, del narcisismo. Y estamos en una sociedad tremendamente individualista y narcisista, en donde todo gira alrededor de cada uno y nos sentimos el rey Sol, como el centro del universo.
Asimismo, los textos son una llamada a recuperar la idea de la justicia. Cuando habla de la caridad asegura que tenemos que buscar una palabra que una amor y justicia, en donde la caridad no sea un mero acto de condescendencia, de superioridad, de decir: yo tengo mucho y te ayudo. Si no que sea a la vez de justicia, aunque no sólo de justicia. Que no se trate de una cosa fría. Has ido al juez y dictaminó lo que hay que hacer. No, que esa forma de justicia, de dar a cada uno lo que le corresponde, sintonice con la acción del corazón, decidir ejercer la justicia por amor.
Ahora me contradigo, porque creo que la pandemia ha permitido que muchos redescubran el valor de la amistad y toda amistad verdadera segrega, como dice Weil, un hálito espiritual.
Exacto. Ella tiene una experiencia personal. Usted lo comentaba antes, no son los castillos celestiales. Sus vivencias son la procesión en Portugal, en Asís, la Semana Santa en Solesmes (1938, Domingo de Ramos) en las que se da cuenta de que esa experiencia personal arraiga en la relación con otras personas. Cómo su propia vivencia espiritual se concreta, crece en un contexto de amistades, de confianza, de confidencia. Es que sin la amistad ¿quiénes somos?
En este ayuno de amistades que hemos tenido con el confinamiento, en el que hemos estado muchos meses encerrados en casa y ahora, con prudencia, con mascarillas y con distancia social. Ha sido una especie de ayuno, de sobriedad, que nos hace ver las ganas de encontrarnos con los otros. Yo me muevo en el mundo de la enseñanza y una compañera, que era nueva en un colegio, me confiesa: ”Es que tengo tantas ganas de que acabe la pandemia para ver qué cara tienen mis compañeros. Desde que llegué solo los conozco con mascarilla”.
Conmovedor
Creo que sí, la pandemia nos ha hecho entender la necesidad de abrirnos, de relacionarnos, de abrazarnos.
Yo lo contacté a usted pensando fundamentalmente en el tema de Auschwitz. Aquí hay dos posiciones irreconciliables. Llamémoslas así. Una la representa Simone Weil, y de otra forma, pero también en ese mismo campo, la holandesa Etty Hillesum. Pero quiero referirme a la otra posición, a la de Germain Tillion, que sale del campo descreída, ha perdido la fe y lo dice con una frase terrible: “Te llamamos desde el fondo del precipicio y no nos escuchaste y no respondiste” Hago una reflexión. Yo, que soy creyente, entiendo los dolores, las miserias del mundo y de la vida. Todo ello no es culpa de la divinidad, no es culpa de Dios. Pero cuando pienso en Auschwitz, pienso en la materialización del mal. Y Dios está también para combatir el mal. Esa es mi gran lucha interior.
La suya, la mía, y el que no tenga esa lucha, muy poca fe hay ahí. No sé. No conozco a la persona que ha mencionado, pero fíjese que ha utilizado un salmo. Emplea el lenguaje religioso para eso. Yo conozco más a Primo Levi en esa segunda posición diametralmente opuesta a Simone Weil. Este es el gran drama y es el que me hace escribir. Porque Dios es un Dios ocioso. El sábado se retira a descansar. Y mientras él se dedica al reposo, los tiranos y los delincuentes hacen sus barbaridades. Es un Dios que se encarna en la víctima. Es el mismo Jesús que dice, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Simone Weil confiesa, creo más en el Jesús de la cruz que exclama, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Que en el Jesús que caminaba sobre las aguas.
Es una pregunta abierta que llamamos fe. Porque de otro modo sería un constructo filosófico en el que todo cuadra, en el que todo se entiende. Sería una teodicea. El origen del mal es un misterio que se nos escapa. Cuando alguien sufre mucho por una enfermedad o una injusticia, y hay muchos Auschwitz . Lo que pasa es que la magnitud del genocidio nazi es una cuestión de tamaño, no de calidad. Porque de calidad lo vivimos en esta tierra y en Camboya, en Armenia, o con el tráfico de esclavos negros en América.
Ahora bien, hemos clamado y Dios no ha actuado. Tenemos esa sensación. Se sigue al clamor de Jesús en la cruz el de Simone. Su libro se basa en un relato breve que se llama el Prologue en el cual un personaje que llega la medio seduce, digamos, sin que le haga nada, ¿eh? Pero la abandona. Ese es el gran misterio. Por eso hablo del silencio de Dios.
Dos aclaraciones. Debo entender, en consecuencia, que se reafirma la convicción de que la fe es un don.
Ay, señor, qué difícil es eso. El catecismo dice que la fe es un don. Entonces podríamos decir, porqué se los da a unos y a otros no. Ahí hay una especie de injusticia divina con lo cual tenemos una segunda pregunta que para mí es peor que la primera. Dios regala ese don. Pues bien, porqué no lo regala a todo el mundo. Eso por una parte. En segundo lugar, a veces confundimos fe con certeza. Tener una explicación para todo y que nos la creemos y ya está, se llama credulidad.
Permítame por esto, regresar a Germaine Tillion que sale del campo, y se queja, pero se queja de alguien
Y al quejarse de alguien es porque está reconociendo su existencia, porque si no, no lo haría.
Dice, hemos clamado a ti y no nos has contestado. Es que tiene razón. No tengo la respuesta, pero ella se dirige a alguien.
Otro aspecto de la cuestión es como debería haber comenzado la entrevista, pero lo he dejado a propósito para casi el final: el silencio. Aquí no hablamos de un silencio cualquiera, lo hacemos de un silencio que tiene un significado tremendo, ¿verdad?
Ah, sí, es que es un silencio que es casi cómplice. No es sólo un silencio, como diríamos, en general: “es que Dios no nos habla claro del porqué de la vida, porqué la existencia, porqué somos como somos”. Sin embargo, en el contexto de Weil de los años cuarenta, de la guerra mundial, de Auschwitz, ella se tuvo que exiliarse. En ese momento, si personificamos el mal en el hitlerismo, era evidente que estaba triunfando el mal. Ese silencio es cómplice. No tenemos respuesta para eso.
En ese contexto Simone encuentra en los textos de la religión judeocristiana, no la explicación, pero sí la complicidad. Los textos del Siervo de Yahvé, de Isaías, los de Jesús en la cruz. No emerge la respuesta, pero sí una complicidad que la acompaña y eso la lleva a buscar soluciones.
Ella vive el entusiasmo de la izquierda, del progresismo. Ve que con la revolución rusa, con el movimiento obrero se alcanzarían cotas más amplias de libertad. Con la eclosión del totalitarismo a diestra y siniestra, a la derecha y a la izquierda, esa historia que tendría que acabar bien con la emancipación social, la hace padecer un choque con este silencio e incongruencia de sus propios ideales sociales. La decepción la lleva a lo religioso, que los creyentes de toda la vida piensan que un día ingresarán a los castillos celestiales, que se producirá la eclosión de la implantación del reino. La segunda venida que esperaban los primeros cristianos, que iba a volver Jesús.
Creo que lo de las primeras generaciones cristianas, también pasa a nivel social, de decir, vamos a la utopía y lo que se encuentra es la distopía, como en George Orwell (1984, libro publicado en 1949)
Ella no ve una nueva utopía en el lenguaje religioso. A pesar de todo es un medio que le sirve para sentirse cómplice con algo que no entendemos, pero que alude al Dios que se ha puesto del lado de las víctimas.
Los creyentes, la mayoría de ellos, tienen la más absoluta convicción de que Dios está para escuchar y ayudarlos, y tienen toda la razón, porque las oraciones fundamentales como el Padrenuestro, como el Avemaría, aparte de un acercamiento espiritual, son una llamada, un ruego, una petición: “más líbranos de todo mal, amén”. Si debemos considerar que la divinidad es una cosa distinta a solo eso, lo único que queda, a futuro, es una gran conversión espiritual, religiosa.
A veces cuando hablamos de los creyentes consideramos a Dios como un técnico de mantenimiento del universo. Así es que, que venga y repare.
En la misma época de Simone Weil tenemos a Dietrich Bonhoeffer, que nos habla del Dios tapa agujeros, que nos invita a vivir el mundo como si Dios no existiera. Aunque tampoco basta.
Esto es una duda de toda una vida. Lo que entiendo de los textos de Weil, lo que intento transmitir, es que tenemos que vivir como si Dios no existiera, o como si existiera en mí.
Natural que hay que clamar al cielo para que llueva. Pero lo que nos enseña Simone es que en esta relación tormentosa que tiene con Dios, porque es tormentosa con todo el mundo, con su origen judío, con los católicos, con los partidos políticos, con la izquierda y ni decir de la derecha; y con Dios, que ahora está o no está, la abandona.
Es como un proceso de encarnación: Dios está presente en mí y yo intento paliar el dolor del mundo. A través de este proceso de espiritualidad, de súplica, porque si la fe dice que Dios es Padre, pes normal que tú le pidas ayuda, pero también es normal que tu padre no te resuelva todos los problemas, porque entonces siempre serías niño.
Estas idas y venidas lo que hacen es ir configurando la sensación de que tengo que pasar por lo de Jesús, “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” Pero ella no responsabiliza al técnico del mantenimiento del universo. El técnico me ha enviado a mí y a ver qué puedo solucionar, qué puedo aportar a nivel de pensamiento y de acción para que el mundo no sea este abismo, este precipicio.
Por eso lo sobresaliente del libro es que al contrario que sus autores coetáneos, como Orwell, que se decantan más por la distopía, ella sigue hasta en los últimos textos -cuando prácticamente se está muriendo- escribiendo sobre utopía. Habla de la educación, de cómo tendrían que ser las fábricas, de una línea de enfermeras que salten en paracaídas en las trincheras para atender a los moribundos. Y ella quería lanzarse. Pensaba en la utopía, en un mundo mejor. Eso es tener fe. Ver este precipicio, y la manifestación de la crueldad, la distopía del momento y que ahora, a través del individualismo parece vital para la fe, es el movimiento de decir, NO, vamos a luchar. La fuerza que nace de dentro es inspiración. Vamos a luchar por un mundo diferente, más justo, en donde haya menos dolor. No nos vamos a quedar con los masoquistas. Vamos a luchar contra el dolor, contra el sufrimiento humano.