Del fascismo al populismo. Aclaraciones indispensables  

La derrota militar del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, el suicido de Hitler y su incineración, el fusilamiento de Mussolini y la exhibición del cuerpo vejado en una plaza pública, sellaron la supuesta desaparición del fascismo. A tal punto que el término pasó a ser símbolo del mal y de lo más repudiable en política. Ahora sabemos que el fascismo no ha muerto, que siempre ha estado allí, aunque no quisiéramos verlo.

En la resistible ascensión de Arturo Ui, Bertold Brecht lo expresa de forma brutal:

¡Hombres no celebréis todavía la derrota de lo que nos dominaba hace poco! Aunque el mundo se alzó y detuvo al bastardo, la perra que lo parió está otra vez en celo.

Se ha demorado poco el regreso del fascismo en su versión siglo XXI. Como en los mejores tiempos amenaza a la democracia, establece nuevos objetivos racistas y le falta poco para implantar la violencia asesina como esencia del poder.

Pero no hay que equivocarse en los términos, el fascismo no es el populismo. Utilizar la descalificación sin reparar en las diferencias es consecuencia del no saber, del eludir responsabilidades o de la búsqueda de réditos políticos.

Federico Finchelstein en su reciente obra Del fascismo al populismo en la historia se propone ayudar a entender las afinidades y diferencias entre ambas ideologías a través de la experiencia histórica. El fascismo es siempre dictadura, violencia intrínseca, siempre crea un enemigo que hay que eliminar. El fascismo es militarización, racismo.

Por el contrario, el populismo renuncia a la violencia y ciñe la práctica política del movimiento a la disputa electoral. El populismo busca la legitimación a través del voto, aunque logrado el propósito opta por la gestión autoritaria basada en la trinidad un líder, un pueblo, una nación. Ahora, el deterioro de la simpatía social puede llevar al populismo a renegar de la democracia y adoptar formas autocráticas para conservar el poder.

La eclosión populista global y del neofascismo hace más oportuno que nunca el libro de Finchelstein. En sus páginas se encuentra, entre otras, la explicación del fenómeno Donald Trump como la disyunción democrática de Estados Unidos.

Amos Oz, escritor y activista israelí, recobra en su libro Mis amados fanáticos el descubrimiento reciente de un trozo de arcilla de hace tres mil años con la siguiente inscripción:

No hagáis eso y servir al Señor. Haced justicia al esclavo y a la viuda. Haced justicia al huérfano y al extranjero. Defended al niño, defended al pobre y la viuda.[i]

Mil años antes de Cristo ya había gente que pedía protección para los desvalidos, para los extranjeros. Es esa la actitud que busca prevalecer por sobre el odio y la polarización. En ese trozo de greda nos alcanza desde el pasado la solicitud de respeto por el otro, de la dignidad del otro.

Este y no otro es el propósito de esta conversación.

Comienzo con el intento de establecer un par de principios indispensables, según su estudio, para entender el fascismo y el populismo a lo largo de la historia.

Comencemos con el fascismo. La ideología fascista se asienta en tres elementos indispensables: la violencia como recurso esencial del accionar político. La dictadura como alternativa a la democracia liberal. Y el líder como encarnación de los anhelos del pueblo.

Efectivamente, aunque incluyo otras variables que tienen que ver con no solo con el uso extremo de la violencia, sino con la idea de que la violencia es un fin en sí mismo. Si pensamos en términos de la historia de la política, lo que distingue al fascismo de otros movimientos, es la concepción de que la violencia es el fundamento mismo del poder.

Si esto se piensa en términos weberianos, el poderoso, el que manda desde el estado lo es porque tiene el control de la violencia, pero en general no la usa. Un estado fuerte para Max Weber es aquel que tiene el monopolio de la fuerza, pero no recurre a ella. Si la usa es porque no es tan fuerte.

El fascismo no está de acuerdo con esta idea porque el disponer del poder implica para él la necesidad de su uso y no de sus restricciones. El recurso de la violencia crea el poder y no únicamente la amenaza de recurrir a ella. En eso el fascismo se distingue fundamentalmente de otros ismos. Opta por la violencia no porque la necesite sino porque considera que su uso constante lo hace más poderoso y fuerte.

 Yo sé que usted ha escrito un libro sobre el tema, que se publicó el 2010, pero es ineludible hacer aquí por lo menos una referencia al holocausto en el contexto del fascismo. ¿Cómo entender la Shoah en el mundo ideológico del nazismo?

Volvamos para ello a las características del fascismo. Entre el decálogo que menciono en el libro figura el racismo. En algunos momentos de la historiografía, se creía incorrectamente, que solo algunos movimientos fascistas habían sido racistas. Pero este no es exactamente el caso. Todos los fascismos que he estudiado siempre han exhibido el racismo como una de sus dimensiones. Para decirlo de otra forma, no hay fascismo que no haya sido racista. Esta particularidad en el fascismo alemán fue mucho más extrema e incluso más central. En el mundo fascista había una constelación de enemigos, pero en el nazismo los judíos eran el enemigo principal. Esto llevó al hecho más radical de violencia fascista que es la eliminación del enemigo. Es oportuno recordar que para el fascismo el adversario no tiene lugar en el sistema político.

Continuo con el regreso a su pregunta inicial. Cómo se presentó el fascismo a través de la historia: siempre en forma de dictadura. Siempre incluye el racismo. Siempre entroniza un líder mesiánico. Siempre emplea la violencia como medio y más allá de ello, como ideal, como fundamento del poder. Habría que agregar la militarización de la política, una concepción totalitaria de la sociedad. La guerra considerada continuación de la política interna y el imperialismo.

Yendo a la idea central de ese enemigo que lo es del líder y del pueblo. Un enemigo que no solo se lo demoniza, sino que también se lo elimina, primero del sistema político y, en muchos casos, físicamente.

Es en esta atmósfera que debemos entender la historia de la Shoah, como el acto extremo de la eliminación del enemigo principal de la ideología fascista. Los nazis veían en el judaísmo la representación de todos los males. Los judíos eran para ellos los responsables del liberalismo y el capitalismo como así también del comunismo.

La Shoah es un caso extremo, no único, de violencia fascista.

Dicho lo cual vamos a su reflexión acerca del nacimiento del populismo moderno, como consecuencia del fracaso del fascismo. Concretamente tras 1945, Juan Domingo Perón, en Argentina, llega a la conclusión que la alternativa al fascismo y el comunismo es el gobierno legitimado por las elecciones libres y soberanas. No a la dictadura, no la violencia sistémica. Es decir, el populismo viene del fascismo, pero no es el fascismo.

Es claro que cuando hablamos de elecciones y de democracia no hablamos de fascismo.

El fascismo no solo fracasó por falta de consenso, lo que es discutible, sino porque fue derrotado militarmente. Es ese fracaso en gran parte de Europa el que posibilita la creación de un mundo bipolar entre los victoriosos, el liberalismo y el socialismo real. En la nueva realidad gente de extrema derecha, que no era ni liberal ni de izquierda se sentía insatisfecha con la falta del tercer camino que el fascismo había propuesto a nivel global. En Latinoamérica había una situación distinta a la de Europa occidental con sus constituciones democráticas y a la de Europa oriental con sus regímenes comunistas, así como a las nuevas realidades de la descolonización en Asia y África en donde muchas veces se dieron gobiernos autocráticos de partido único. En América Latina, en el contexto de estados de derecho multipartidistas, emerge una nueva forma de régimen democrático que intenta constituirse en esa tercera vía distinta a la hegemonía bipolar. Así nacen los primeros populismos modernos en el poder.

El populismo le dice no a la dictadura y no a la violencia sistémica.

Y, sin embargo, es una forma de hacer política que propone una democracia autoritaria, reformulando el bagaje dictatorial de los fascismos y de sus compañeros de ruta derrotados en el ámbito global. Para decirlo de forma escueta: el populismo es el fascismo a través de medios democráticos, con lo cual no es fascismo porque adopta la democracia y deja de lado la dictadura.

Desde la perspectiva histórica, recordemos los casos más famosos del fascismo, el de Italia y Alemania. Personajes como Hitler y Mussolini llegan al poder por medios democráticos y destruyen la democracia desde adentro para crear dictaduras.

En el caso de los primeros populismos se trata de sujetos que vienen del ámbito de la dictadura. Tal es el ejemplo del primero, no el único ni el más original, simplemente el primero: Juan Domingo Perón. Perón era el hombre fuerte de una dictadura, que la destruye desde adentro y llama a elecciones para crear una nueva democracia. Es decir, toma el camino inverso al que recorrieron Mussolini y Hitler. Perón gana las elecciones y crea esa nueva democracia surgida a la vida de la mano de un hombre que había sido fascista.

Entonces se trata de una reconversión del fascismo luego del 45. Estamos ante una democracia, cuya cabeza trae tradiciones y costumbres del período anterior.

 Y si es así, esto que llamamos ahora populismo en su práctica política va a socavar las instituciones para adaptarlas a sus propósitos.

Esta es una historia muy larga que da lugar a muchas experiencias cuyas diferencias a veces son esenciales. Por eso para mí es difícil comparar a los populistas de izquierda con los de la extrema derecha como Trump. La relación de estos últimos con el fascismo es de una cercanía importantísima, mientras que en los populismos de izquierda la relación es tenue e incluso puede ser inexistente.

El populismo es una forma autoritaria de pensar la democracia, que en las primeras experiencias proviene de la dictadura o del fascismo. Pensemos en Getulio Vargas. Fue dictador de Brasil y destruyó la democracia para luego, regresar a la política presentándose a elecciones. Una vez electo -en el nuevo contexto tras el 45- no crea nuevamente una dictadura, por el contrario, opta por una democracia populista.

Lo mismo podemos pensar en países como Bolivia o Venezuela, en donde líderes que habían sido cercanos a dictaduras y fascistas proponen en estos mismos años una alternativa diferente.

Después la historia sigue de muchas formas, al punto que el populismo no se presenta emulando a la tradición, sino que va creando nuevas posibilidades y muchas veces alejadas de las primeras experiencias.

Lo cierto es que fascismo, populismo son palabras que se esgrimen como piedras arrojadizas para descalificar a organizaciones y personas. Debemos concluir que es así producto de la ignorancia o la mala fe.

Depende de quien las emite. Por ejemplo, vemos que líderes como Tony Blair, Enrique Peña Nieto y más recientemente Hilary Clinton, ofrecen la explicación de que el populismo representa de alguna forma problemas de la democracia que no existirían si no existieran los populistas. Presentado así el populismo aparece como el culpable de todas las dificultades de la democracia. Desconociendo que el populismo es una respuesta a una crisis de representación y no solo su causa.

Estos políticos no quieren ahondar en las razones verdaderas que dan origen a esta crisis, porque muchas veces tienen responsabilidad en las gestiones de la élite y la tecnocracia que ellos también representan.

El populismo se presenta -paradójicamente porque sus efectos no son tales- como una forma más directa la democracia. Una relación más estrecha entre el pueblo y el poder.

Al presentarse así es porque indefectiblemente se deriva de democracias injustas.

No necesariamente. Aunque en realidad es difícil porque si usted me cuenta cuáles son las democracias justas, quizá podríamos plantear las cosas de otro modo.

Lo que pasa es que la democracia vive tratando de dar respuesta a dilemas de injustica y representación. Cuando esos problemas son percibidos como tales o cuando son realmente existentes. El populismo surge en ambas situaciones. Siempre es resultado de una percepción o de una realidad de falta de democracia o de déficit de representación.

La respuesta que da el populismo a estos problemas es muy peculiar por no decir mágica: hay un señor o una señora que es el líder que personifica y representa al pueblo. Una vez electo se resuelve automáticamente el problema de la democracia directa porque si el líder está en el poder, el pueblo está en el poder. Ciertamente esto es una ficción. Pero van más lejos todavía, el líder sabe lo que el pueblo quiere, incluso cuando el pueblo no sabe lo que quiere. Como dijo Trump en la convención republicana, él es el hombre que habla por una mayoría silenciosa.

O Chávez cuando dice, yo ya no soy Chávez, soy el pueblo.

Eso es. De lo que se trata es más bien es de delegar el poder en el líder y no el líder como nuestro representante.

Pregunto: ¿Por qué un señor que se ha dedicado toda su vida a temas militares, como es Perón, es presentado como el primer trabajador?

Por qué alguien como Donald Trump, cuya vida, como nos enteramos recientemente por el New York Times, a los tres o cuatro años ya era millonario. Cuando ha tenido una experiencia bastante diferente al resto de los ciudadanos, cómo puede saber de las grandes mayorías y qué es lo que el pueblo quiere.

Una de las paradojas de Trump es que en la historia del populismo estos líderes -y voy a ahondar en la materia porque explica la dimensión autoritaria de estas democracias- llegan al poder porque obtienen mayoría electoral. Una vez en el poder el líder hace dos movimientos, dos jugadas: la primera, supongamos que un populista gana con el 55% de los sufragios. A partir de ese momento el líder interpreta que el pueblo le ha delegado el poder por el período que establece la ley, y entonces va a hacer lo que quiere. Pero cuando habla de pueblo está hablando de esa mayoría electoral.

Y el resto ¿no son el pueblo?

Chávez, Perón, Trump y tantos otros hablan del antipueblo, de los enemigos del pueblo, cuando los denostados también son parte del pueblo y expresan voluntades electorales.

Esta es la primera movida, el pueblo ya no somos todos, sino esa mayoría circunstancial que voto por el líder.

Una vez que el pueblo se ha reducido hay una segunda dimensión que aumenta el autoritarismo y es que esa mayoría tampoco es consultada. La jugada es establecer que el líder es la personificación del pueblo y por lo tanto el líder sabe lo que el pueblo quiere, porque él es el pueblo.

Eso no puede ser cierto. Una persona es una persona. Lo que pasa es que mediante el arte de la prestidigitación se convierte una metáfora en una realidad para ejercer políticas autoritarias.

Algo más sobre el líder. Porque pareciera que el populismo de Donald Trump gozara de popularidad no pese a su discurso odioso y disparatado, sino precisamente gracias a ello. ¿Sabemos por qué la gente se enamora de estos personajes que a todas luces en otras circunstancias sería objeto de burla y desprecio?

En el caso de Trump es preciso referirse a una particularidad del personaje, porque a diferencia de todos los populismos anteriores y actuales, e incluso alguien tan cercano a disolver la reconversión populista del fascismo de los años 40 y acercarse de nuevo al fascismo como Jair Bolsonaro en Brasil, fueron votados por mayorías, mientras que ya van dos elecciones en las que Trump ha perdido a nivel nacional. Él es el presidente de una minoría electoral. Una minoría casi étnicamente homogénea, que, por disposiciones de las reglas de los colegios electorales, pudo elegir a Trump a pesar de que la mayoría no votó por el presidente. Recordemos que se trató de una diferencia de dos millones ochocientos mil votos. Por otra parte, en los comicios recientes de término medio, Trump ha perdido por una diferencia aún mayor en el ámbito nacional.

Así, si hablamos de la reducción del pueblo, primero a los que apoyan, y segundo al líder, en el caso de Trump es peor porque es la minoría la que se constituye en pueblo. Yo creo que se trata de un populismo de tipo apartheid. Una minoría casi homogénea que apoya el racismo del presidente gobierna a una mayoría mucho más diversa a nivel étnico, religioso, cultural, etc.

Esto quiere decir que hay un problema muy serio en la democracia estadounidense, que, para decirlo en términos llanos, no funciona. Imagínese, ya van dos elecciones en los que ganan los que pierden la mayoría de la voluntad popular. Es un problema sistémico.

Tesis. El populismo llamado chavista ha evolucionado de gobierno autoritario con vocación social a dictadura que disfraza mal su carácter. Es decir, el populismo puede, de hecho, traicionar su principio de respeto al juego democrático y electoral, si no le conviene.

En el caso del populismo venezolano, cuando Chávez, perdió una elección, no le gustó, dijo que el pueblo estaba equivocado. ¿Qué hizo? Tratar de ganar elecciones y lo lograba. Era un clásico populista.

Ahora Maduro, con reglas diferentes a las de Estados Unidos, es un político que no logra ganar elecciones, entonces cambia las reglas del juego para que las elecciones no signifiquen nada. Y lo que vemos hoy en Venezuela es un sistema de gobierno mucho más parecido a la dictadura que a la democracia.

Cuando un populista decide ignorar la dimensión democrática deja de ser populista. Maduro ha renunciado al populismo. Si el populismo es una democracia autoritaria, Maduro se quedó solo con la parte autoritaria.

Se puede, en consecuencia, dejar de ser populista y en algunas circunstancias convertirse en dictadura. Es lo que estamos viendo ahora -dicho sea de paso- en Turquía.

Y si el dilema entre democracia y populismo fuera parte de uno más grande: entre democracia y capitalismo. Así lo sienten al menos las víctimas del triunfo reiterado de la economía sobre lo político, en la que la diferencia creciente en la distribución del ingreso crea menos ricos más ricos y pobres más pobres. No es solo el caso de América Latina, también hablamos de Europa.

Ahí están los políticos que intentan alejarse de las mayorías que los votan, de las preocupaciones y experiencias que señalan voluntades populares. Pretenden o prefieren gobernar a través de los saberes de tecnócratas, incluso más, del saber del mercado. Todo esto genera la idea bastante palpable y muchas veces real, de que los políticos que nos gobiernan no lo hacen como nuestros representantes, sino que obedecen a otros intereses.

Pensemos en el congreso de Estados Unidos, en donde gran parte de los miembros son millonarios. El promedio de cuanto plata tienen los congresistas es de poco menos de un millón de dólares por cabeza, mientras que el promedio de los senadores es de más de 3 millones de dólares por senador. ¿Qué porcentaje es ese con respecto a la población total de la nación? Si hace el promedio de cuánta plata tienen senadores y diputados: el resultado es que tienen 12 veces más que la familia típica americana. A diferencia de las mayorías que la sufrieron, el ingreso de diputados y senadores no se vio afectado por la gran depresión de 2008-2009.

Hay otra cuestión que tiene que ver con la imposición de la premisa neoliberal del saber del mercado más allá de las expectativas y las voluntades populares.

Es así como si un presidente dice yo tengo que gobernar no solo en términos de lo que quiere el pueblo, sino también de lo que quiere el mercado, es lícito preguntarse quién votó al mercado. Cómo el sujeto mercado tiene un lugar en una democracia. Si no lo votó nadie y es un sujeto ficticio, basado en premisas que tienen que ver con la primacía de intereses particulares, estamos hablando de preguntas que apuntan directamente a un problema de representación.

Aunque usted no lo diga, entonces sí hay una contradicción entre la democracia y el capitalismo de mercado.

Por supuesto. La convicción de que el mercado es un actor político que tiene que ser considerado es una idea que limita y bastardiza la democracia. Y no hablamos de populistas, nos referimos a tecnócratas y neoliberales.

En síntesis, tanto el capitalismo de mercado como el populismo limitan la calidad de la representación democrática.

Me hago cargo que es mucho pedir resolver en esta entrevista el mejor modo de combatir el populismo. Pero cuáles son algunas de las medidas para poner coto al avance de esta tendencia populista global.

En un artículo que escribí en estos días para el New York Times, sostengo que Trump presenta un “populismo apartheid”, en el cual la voluntad de una diversa mayoría es despreciada y minimizada por una minoría étnicamente homogénea que respalda el racismo de Trump. Sostengo que Trump por supuesto no quiere hablar de su creciente falta de legitimidad democrática ni esta lo va a disuadir de buscar la reelección. La voluntad de la mayoría no tiene nada que ver con los deseos del caudillo de la Quinta Avenida. Estas mayorías no son ni millonarias ni racistas.

También la prensa independiente debería continuar señalando la demonización que hace Trump de los medios. Y como también sostengo en ese texto del NYT, el periodismo “también deben recordar constantemente la naturaleza antidemocrática del poder de Trump.” Trump fusionó un modelo de macho populismo (al cual dedico una sección de mi libro) con el racismo y el neo-liberalismo. Hay precedentes importantes de este macho populismo en la historia sobre todo en los casos de Silvio Berlusconi, Carlos Menem y Abdala Bucaram. Aunque para estos últimos el racismo no estaba en el centro de la política como es el caso de Trump.

¿Como ponerle límites a estos ataques a la idea de igualdad para todos que está en el centro de la democracia? Una de las principales causantes de las propuestas populistas es justamente la delegación del poder en los tecnócratas y la idea del mercado como sujeto político. En ese sentido necesitamos representantes que tengan vidas, experiencias, pensamientos, situaciones económicas más parecidas a aquellas que viven la mayor parte de los ciudadanos. Y no solo los que viven en el mundo de los millonarios y las élites.

Federico Finchelstein es Profesor de Historia en la New School for Social Research and Eugene Lang College. Fue docente del Departamento de Historia de Brown University. Su doctorado lo obtuvo en la Cornell University.

Es autor de obras sobre el fascismo, populismo, guerras sucias, el Holocausto y la historia judía en América Latina y Europa.

Colabora con los principales periódicos y medios de América, Europa y América Latina, incluyendo The New York Times, The Guardian, Reuters, The Washington Post, Corriere della Sera, Político, Mediapart (Francia) El Diario (NYC) Clarín (Argentina) y Folha De Sao Paulo (Brasil).

 

[i] Fragmento de barro cocido de las excavaciones de Hirbet Qeiyafa. Citado en el libro Queridos fanáticos, Editorial Siruela, marzo 2018.

José Zepeda

Periodista, productor radiofónico, capacitador profesional.

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