Conversemos sobre democracia sentimental
Obedecemos frecuentemente más a los sentimientos que a la razón, así como en tiempos de crisis querermos respuestas simples para problemas complejos. La gente se inclina por simpatías más que por argumentos difíciles de entender. A la vista de estas realidades la pregunta es de qué forma inciden los afectos en la vida democrática. A tal interrogante busca respuesta el profesor y escritor español, Manuel Arias Maldonado, en el libro Democracia Sentimental, Política y emociones en el siglo XXI
Arias Maldonado es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Fue investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele. Se ha dedicado principalmente al estudio de la dimensión política del medio ambiente, a la teoría de la democracia deliberativa, al liberalismo político, a los movimientos sociales globales y a Wikipedia como instrumento de producción del conocimiento.
Es autor de las monografías Sueño y mentira del ecologismo. Naturaleza, sociedad, democracia. Real Green. Sustainability after the End of Nature; premio al Mejor Libro del Año 2012 otorgado por la Asociación Española de Ciencia Política). Es coautor con Ángel Valencia y Rafael Vázquez, de Ciudadanía y conciencia medioambiental en España.
Ahora, en Democracia Sentimental, editorial Página indómita, 2016, trata de desentrañar los mecanismos que aprovechan todos los detractores del sistema para conquistar adeptos. Uno de los recursos más impactantes es el verbo encendido, en el que los críticos más radicales de la modernidad afirman que esta ha fracasado en el propósito de llevarnos a la tierra prometida. Ellos ofrecen ahora la esperanza del cambio, la que finalmente nos conducirá a un mundo más justo, más solidario, más honesto. La alternativa sería: conformismo o revolución. En términos seductores: resígnese a su condición de sometido voluntario o atrévase a rebelarse en contra de los males de este mundo para resolver y disolver de una vez por todas los escollos que impiden la felicidad.
El discurso del cambio definitivo a corto plazo será siempre más seductor que el discurso de las reformas, de las negociaciones, del debate público.
Si la pasión domina la acción social, si nada en contrario es aceptable, salvo que nos den la razón, la crisis tienen dificultades para solventarse, porque tienden a romperse los puentes del diálogo y la negociación. El adversario es transformado en enemigo y con el enemigo, ya sabemos todo lo que podemos hacer.
Vale la pena acercarse a Democracia Sentimental porque en ella encontraremos varias ideas decisivas para entender las virtudes y los bemoles de la democracia. Esta entrevista considérela un adelanto.

– En el ser parece que nada es lo que parece. Se lo concebía soberano, pero no lo es. Está condicionado por influencias internas y externas. De ellas las afectivas son determinantes.
Si la democracia es un sistema basado en la soberanía ciudadana, y esa soberanía está en entredicho, podríamos decir que tenemos un dilema porque la base del edificio es otra y hay por lo menos que recrearla para sostenerlo.
– Es una forma interesante de plantearlo. No obstante, es pertinente hacer una distinción entre la soberanía del individuo cuando toma decisiones, y vamos a poner en entredicho que somos plenamente soberanos, en parte a eso de dedica el libro, que lo describe como sujeto postsoberano. Cuestión diferente sería la soberanía popular sobre la que se asienta la democracia. Es una metáfora colectiva que remite al hecho de que, al fin de cuentas, las políticas de los gobiernos tienen que estar asentadas en la legitimidad popular y el consentimiento de los ciudadanos.
Son en principio ideas distintas, pero como usted señala, hay una conexión entre ambas porque al fin de cuentas lo que nos preguntamos es si decidimos tan bien o tan soberanamente como creíamos.
Por ese lado hay razones para hacernos nuevos interrogantes.
Afortunadamente, nuestras democracias, al menos en la mayoría de las sociedades llamadas avanzadas, no son democracias directas, en donde todas las decisiones se sometan a referendo popular, sin mediación, sin esfera pública, o sin controles de legitimidad constitucional. Por suerte, como fruto de la experiencia histórica, las democracias liberales han establecido límites al gobierno popular. La vida nos enseña que un gobierno sin límites sobre lo que se pueda decidir es una mala idea. Eso lo vio con mucha claridad Tocqueville cuando viajaba por Estados Unidos.
Este último año con lo del Brexit, por ejemplo, los referendos por mucho que los idealicemos en la práctica exhiben graves déficit de racionalidad. Aquí sí que me parece que la conexión con lo que usted señalaba es clara, porque la conversación colectiva no deja de ser protagonizada por individuos, que padecen de sesgos que son tanto racionales como afectivos.
Por tanto, la solución a la paradoja que se deriva es que nos hagamos colectiva e institucionalmente más autoconscientes del déficit racional.
Ahora, tampoco sería aconsejable establecer una relación de oposición férrea entre la emoción y la razón.
– La democracia liberal renegó de las emociones y puso en el trono a la razón. Las ideas sustentadas por las pasiones aprovechan el débito emocional de la democracia liberal para atacarla, por desgracia, muchas veces con éxito. Lo hacen con ideas simples, fáciles de enamorar: el nacionalismo, el populismo, la desconfianza hacia los otros, son percibidas como más convincentes que los valores fríos de la democracia liberal. ¿Llevamos las de salir maltrechos?
– Todo puede ser. No es que la tradición del liberalismo político carezca de pasiones. Las ha tenido, por ejemplo, en la lucha contra el antiguo régimen, en la defensa de la libertad de expresión, en el control del poder absolutista, en el tema de avance hacia la democracia plena, en los movimientos de democratización o, en su momento, en los movimientos a favor de la descolonización. Ahí hay una pasión por la libertad y la igualdad, que, como sabemos también, así lo atestiguan períodos tan distintos como el terror francés revolucionario, o el terrorismo soviético con Lenin y Stalin, esa pasión por la igualdad en un caso, por la libertad en otro, puede tener consecuencias muy dañinas.
Me temo que son efectos que mientas seamos siendo humanos serán difíciles de erradicar. Aunque también las democracias pueden reordenarse de acuerdo con su propia experiencia. Vamos sabiendo cosas que aconsejan no tomar determinados caminos, o evitar ciertas tendencias.
Dicho esto, es verdad que, y lo considero una premisa del libro, la democracia liberal con su institucionalidad más o menos fría padece de un déficit propagandístico frente a alternativas mucho más apasionadas como el nacionalismo y el populismo que irrumpen en un momento de crisis y de disgregación posmoderna de los referentes que, tradicionalmente, habían dado sentido a las vidas individuales. Aquí parece que el enunciado de Friedrich Nietzsche, la muerte de Dios, que nos parecía un problema menor, de alguna manera ha regresado, porque hay una demanda de sentido que las sociedades liberales capitalistas no acaban de colmar.
No obstante, el problema no está en las pasiones como tales, porque el ser humano -lo que está demostrado científicamente- si careciera de afectos, carecería de humanidad. No podríamos resolver entre dos valores o entre un modelo de sociedad y otro. Por lo tanto, oponer frontalmente razón y pasión no deja de ser un ejercicio teórico que se aplica a una sociedad humana que es mucho más abigarrada, en donde hay un entremezclamiento entre lo racional y lo pasional. Por eso nuestros juicios y percepciones están teñidas de emocionalidad.
A las pasiones hay que ponerles un freno porque pueden desmandarse. Debemos ser capaces, reflexivamente, de pensar sobre aquello que queremos y porqué. Y en el plano institucional establecer frenos racionales a esas emociones que pueden fácilmente descarriarse.