Chile. 50 años después no se han logrado superar las desconfianzas

Seguramente el argumento poderoso de la defensa de la vida es el que llevó en Chile a la unión de la oposición. Los derechos humanos fueron la clave que reunió a los corazones democráticos. Los enemigos o adversarios aparcaron sus diferencias para luchar juntos por la libertad.

Aquí comienza una serie de entrevistas destinadas a evaluar los 50 años del golpe militar

Elizabeth Lira. Premio Nacional de Chile de Humanidades y Ciencias Sociales 2017

Elizabeth Lira es Premio Nacional de Chile de Humanidades y Ciencias Sociales 2017. Desde el primer período de la dictadura se comprometió con la defensa de los derechos humanos. A través del tiempo ha sido partícipe de las principales instancias nacionales vinculadas a los derechos humanos.

Hay dos preguntas ineludibles, a 50 años del golpe militar. La primera ¿cuál es el aporte que ha hecho la lucha por los derechos humanos al restablecimiento de la democracia en Chile?

Hay que empezar por recordar que la violación de derechos humanos sorprendió a la sociedad chilena como algo para lo cual no tenía respuestas institucionales ni un marco cultural claro. La primera reacción fue solidaria. Muy probablemente las personas pidieron ayuda a quienes consideraban que podían darle alguna protección. Los pastores evangélicos, los sacerdotes en las parroquias. La primera fue una iniciativa ecuménica creada por el cardenal Raúl Silva Henríquez, con algunos pastores evangélicos, principalmente el obispo Helmut Frenz, de la Iglesia Luterana, para organizar un comité ecuménico destinado a los refugiados en Chile y los chilenos perseguidos. El Comité para los Refugiados se llamó CONAR (comenzó a funcionar el 24 de septiembre de 1973) y tuvo apoyo de parte de Naciones Unidas y el Comité de Cooperación para la Paz en Chile, que encaró la defensa legal, la atención psicológica y psicosocial a las víctimas.

La dictadura se enfrentó fuertemente a las denuncias, reunidas por abogados, por trabajadoras sociales. Las evidencias alcanzaron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al Comité Internacional de Juristas, a Naciones Unidas, a Amnistía Internacional. Ello generó una gran hostilidad hacia los agentes denunciantes. El propósito de las denuncias era tratar de impedir que eso continuara. Hubo cientos de personas que se asilaron en embajadas. Entre los años 73 y 76, hubo la dispersión de exiliados fue mundial. El exilio creó los primeros grupos de derechos humanos que hacían de caja de resonancia, especialmente en los países donde las denuncias eran más eficaces. Hubo grupos muy activos en Naciones Unidas en Ginebra, así como en Nueva York.

El tema de la denuncia de los derechos humanos acompañó a toda la dictadura, con una organización cada vez más profesional que le dio gran solvencia.

Cuando se empieza a vislumbrar que es posible terminar con la dictadura el único elemento de unidad nacional fue realmente el de los derechos humanos, y en torno a el se planteó buena parte del programa de la Transición.

La segunda pregunta se refiere a la salud mental, la de las víctimas y sus familiares está en buena medida documentada, no es el caso de cómo la dictadura afecta a la vida cotidiana del pueblo de Chile. La dictadura concluyó el 11 de marzo de 1990, pero sus secuelas en salud mental ¿se prolongan hasta hoy?

Por una parte, es posible sostenerlo, por otra no. Sí, en el sentido de que hubo miles de personas que fueron afectadas de forma brutal por haber sido víctimas de tortura. En mi experiencia profesional, las huellas de la tortura y la violencia ejercida para algunas personas son indelebles. Ha pasado el tiempo y es como si ello hubiera ocurrido ayer. Otras personas pudieron recuperar su vida, darle sentido a la experiencia vivida.

Tenemos una heterogeneidad de secuelas. Algunas en las familias, otras en las nuevas generaciones. La consecuencia más importante es que no hemos logrado superar la desconfianza, la dificultad de articular proyectos nacionales que permitan transformaciones políticas. Y el país sigue dividido ideológicamente más o menos en la misma proporción que hace 30 años.

Hay una viva controversia sobre la memoria de lo ocurrido. Un sector defiende a Pinochet, al golpe y su herencia. Cuando se les menciona el tema de los derechos humanos, dicen que condenan las violaciones, pero rescatan todo el resto del legado. Aquí es importante detenerse para intentar aclarar si la violación de los derechos humanos fue un elemento subalterno, auxiliar de la estrategia de la dictadura o, por el contrario, uno de los pilares centrales de su accionar.

Es muy difícil separar el régimen del conjunto de las violaciones de derechos humanos. Pinochet hizo una transformación estructural de la economía y de las bases culturales del país. Aquello era imposible si no desaparecían del espacio político y cotidiano todos los dirigentes sociales y políticos que el país tenía hasta ese momento. Por ejemplo ¿cómo desmantelar la reforma agraria sin una gran resistencia de parte de los campesinos beneficiarios de esa transformación? Un punto crucial del desmantelamiento fue la detención, ejecución y desaparición de muchos de los dirigentes sindicales, sociales, de los Consejos Campesinos Comunales.

En el informe Rettig (Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, informe del 8 de febrero de 1991) ¿quiénes son los desaparecidos? ¿Quiénes son los ejecutados? Son personas que tenían cargos de dirigencia política. A diferencia de otros países, aquí la represión no fue arbitraria ni generalizada, fue selectiva y apuntó a la dirigencia política local, regional y nacional. Se fomenta miedo en toda la gente, porque una persona que era un ministro de Estado terminaba siendo maltratado y trasladado a la isla Dawson y no se sabía por cuánto tiempo. Hay una serie de acciones que amedrentaban al conjunto de la sociedad, que buscaban paralizar la resistencia.

Las políticas paliativas que se hicieron en términos económicos, como el programa del PEM (Programa de empleo mínimo, funcionó desde marzo de 1975) y del POJH (Programa de Ocupación para Jefes de Hogar, funcionó en 1983) eran una forma de explotación con un salario mínimo que aparecía como ayuda económica, pero que tenía como objetivo mantener ocupada a la gente, no necesariamente en actividades significativas. Es terrible para un trabajador, sin gran adhesión ideológica, descubrir que tenía que sacar piedras en Pudahuel para que después, en cada una de las comunas, otra gente llevara las piedras a otro lugar. Se trataba de acciones sin sentido. Hubo algo muy destructivo para la dignidad de las personas que se produjo a todo nivel. No solo la tortura en los recintos secretos es la falta de respeto por la dignidad de la gente. En las escuelas no podía haber centros de padres, ni un profesor que pudiera enseñar lo que le parecía correcto y que correspondía al programa. Para qué decir lo que era el espionaje en las universidades. Todo eso corroyó la convivencia.

La circulación de diversas narrativas sobre los 50 años más allá de los de los detalles, ¿qué nos dicen de la sociedad chilena?

Que es una sociedad heterogénea desde el punto de vista valórico, cultural. Hemos tenido una tremenda expansión de la formación universitaria en comparación con 50 años atrás. Tenemos mucho más profesionales, científicos, mejor calidad en las universidades, pero también un gran número de chilenos ajenos a la integración con la sociedad y cuya única manera y que es la que compartimos todos, es el consumo. Tenemos muy pocos espacios o espacios muy segregados de integración social, cultural, de participación. Hoy día hay grados muy bajos de organización social.

Permítame agregar varios términos violencia, intolerancia, desapego social y desprecio. Esas y otras manifestaciones pertenecen a nuevas generaciones chilenas que son atendidas en poca medida por la sociedad y sin embargo, pueden y de hecho generan experiencias de vida difíciles de encarar.

Este es un país en que la producción de la vida ha sido dejada muy a las capacidades individuales. Esa fue la prédica de fondo, durante toda la dictadura. Muchos de los espacios solidarios y de apoyo que la sociedad tenía espontáneamente se profundizaron durante el régimen militar. Cuando uno piensa, por ejemplo, en las ollas comunes, en los momentos más críticos de la crisis económica, hablaban de una sociedad capaz de pensar solidariamente. Hoy día, desde el punto de vista más colectivo, más de la organización, eso no está presente. También es difícil poner como un valor relevante el trabajo colaborativo. Es algo que enseñamos en la universidad, pero que cuesta mucho poner en práctica porque tenemos una prédica desde la escuela de que uno logra éxito en la medida en que se esfuerza, compite y saca hacia el lado a todos los contrarios.

Cuando una sociedad como la nuestra, pequeña, pobre en muchos sentidos, su gran riqueza es la gente y la capacidad de colaborar entre sí para producir bienes sociales, convivencia. Eso es lo que echo más de menos, la capacidad de ponernos todos juntos para resolver temas. Uno ve en las discusiones del Congreso una gran incapacidad por parte de los parlamentarios, para concretizar el bien común, para pensar qué hacemos, porque todos declaran que lo hacen por Chile, pero no hay capacidad de ponerse en una tarea común.

Una hipótesis en dos partes. Primera. A las víctimas y sus familiares nunca las van a conformar. Es entendible que así sea, porque nadie tiene el derecho de administrar ni el dolor ni el perdón ajeno. Segunda. Quedarse solo con la conmemoración de la tragedia reduce sistemáticamente a los partidarios, incluso por razones de vida. Por eso es necesario buscar una memoria colectiva sobre lo ocurrido para evitar, en la medida de lo posible, su repetición. ¿Es posible construir una memoria democrática, una memoria para el mañana?

Difícil, porque hemos estado capturados culturalmente en destacar más las tragedias que lo que las tragedias dejan como lecciones políticas. La izquierda chilena, sobre todo, ha tenido como hitos relevantes la matanza de Santa María (escuela Santa María de Iquique, 21 de diciembre de 1907, entre 2200 y 3500 muertos) o La Coruña (5 de junio,1925, oficina salitrera La Coruña, dos policías muertos, 2000 obreros muertos) o Ránquil (junio y julio de 1934. La represión estatal en contra de un levantamiento de indígenas y colonos dejó entre 150 y 500 asesinados)

Pero ¿qué lecciones sacamos? ¿Qué historia de organización y de desarrollo político dejó para esos lugares en donde ocurrieron las matanzas? Se trata de algo poco registrado.

Me parece penoso que nuestra aproximación histórica haya sido tan satanizada. Hemos estudiado poco los conflictos políticos y las capacidades de sobrellevarlos con una propuesta lo más compartida posible. Pienso que en la conmemoración de los 50 años tenemos la misma trampa, que es la de no poner el énfasis en los desarrollos solidarios, organizativos. La capacidad cultural, por ejemplo, que tuvo la oposición a la dictadura, de mantener valores y sentidos a través de la literatura, de las obras de teatro, del cine. No vemos la parte de construcción.

También tenemos un problema con la manera como se han organizado las víctimas. Las víctimas han sido voceras hasta hoy de lo que les ocurrió y no necesariamente la sociedad se ha hecho cargo. Aunque en este momento hay muchos grupos sociales movilizándose por la conmemoración. Universidades, grupos religiosos, lo que descentraliza las actividades y eso habla mejor de la sociedad.

Mencionaba usted a la izquierda ¿en qué medida que la izquierda busque o de hecho reivindique como suyo el tema de los derechos humanos afecta su valía a los ojos del conjunto social?

Pienso que es un error que Derechos Humanos sea sinónimo de violaciones. Eso ha sido un tema en todos estos años. Cuando la izquierda ha reivindicado los derechos humanos no lo hace afirmativamente, sino que denuncia las violaciones. Hay que ir más allá. Hay que construir un concepto positivo que pueda sostener el que esta situación no se repita. Sumado al compromiso social y político de respeto irrestricto de la vida, de la integridad física y psicológica de todos. Por eso tenemos que hacer educación ética en las Fuerzas Armadas, en Carabineros. No puede ser que los que tienen que garantizar el orden público sean violadores de derechos humanos. Carabineros tendrían que ser los garantes del respeto de los derechos de las personas.

Entonces, tenemos muy perturbado el análisis cuando hay esta confusión implícita que pareciera que entendemos todos lo mismo, pero unos hablan de derechos humanos como las violaciones y otros como la instancia formativa de una ética universal.

Usted, durante nuestra conversación, ha dado señales de respuesta a lo próximo, pero creo que vale la pena resumirlo en una reflexión única. Una escritora estadounidense decía hace pocos días que no podía imaginarse cómo se puede lograr nuevamente la unidad nacional después de Donald Trump. Cuando leí esa reflexión pensé inmediatamente en Chile ¿Cómo podemos reencontrarnos y respetarnos nuevamente? ¿Cómo podemos rasguñar una convivencia nacional basada en la dignidad del otro?

Ahí hay una convicción personal y otra compartida que toda la sociedad debiera construir. Es imposible que ningún proceso político, por generoso que sea o por representativo de la mayoría del país, pueda basarse en el exterminio, en el sufrimiento de un sector político, en la tortura, en el exilio. La ruptura que inaugura el la Junta Militar es la más radical que ha tenido el país en su historia. Aquí abiertamente lo que se planteó está en las expresiones del General Gustavo Leigh. ¿Qué significa extirpar el cáncer marxista? (Palabras del general Leigh la noche del 11 de septiembre de 1973: “Tenemos la certeza, la seguridad de que la mayoría del pueblo chileno está contra el marxismo, está dispuesto a extirpar el cáncer marxista hasta las últimas consecuencias”) Lo que dice es matar a los portadores de esa ideología. Tenemos, más o menos entre septiembre y octubre, la ejecución del mayor número de víctimas, cerca de dos mil.

Para esas familias son el abuelo que fue ejecutado, que fue secuestrado y lanzado al río en tal o cual recodo del país. En algunas familias se habla del drama, en otras es un tabú, pero en todas las familias está el fantasma de que tuvimos un momento en el cual nadie sabía muy bien -porque la lectura es posterior- donde uno identifica quiénes fueron las víctimas, pero en el minuto en que esto estaba ocurriendo, cualquiera podía ser considerado en riesgo. De este modo, cuando se instala esa amenaza en una sociedad es muy difícil construir la confianza que permita restaurar la convivencia, superar los agravios del pasado. Hay un saldo siempre de desconfianza, donde si estas personas A o Z tienen poder, pueden volver a pensar que la exclusión y el exterminio es la herramienta para gobernar. Ese es el atentado más grave a nuestra convivencia.

¿Es posible una convivencia nacional con la persistencia de la injusticia social?

Creo que precisamente por tener que ocuparnos más bien de cómo asegurar la sobrevivencia y por lo tanto la vida, se ha perdido el horizonte de que la vida humana requiere de una integralidad, que no son solo los derechos civiles y políticos. No es solo protección frente a la tortura. Eso debería estar garantizado. La crisis social que tuvimos en el 2019, con toda su heterogeneidad, habla de las injusticias sociales, las segregaciones, las exclusiones de un sector importante de la sociedad, cuya única forma de integración, lamentablemente ha sido ser parte de una sociedad de consumo, no ser sujetos de una sociedad que participan en la construcción de su propia historia. Los últimos esfuerzos, por ejemplo, de la Convención Constitucional, muestran la gravedad de esta falta de visión de que tenemos que integrar a gente que piensa distinto, que tiene otra manera de vivir, de pensar, y que tienen tantos derechos como nosotros en esta sociedad. Entonces, hasta cierto punto, la Convención fue una réplica de la exclusión, algo muy dramático, porque no tenemos tantos años de posibilidad para resolver estos problemas.

Creo que vamos a terminar de manera optimista, porque todo hace suponer que las actuales luchas por los derechos humanos se han diversificado y ampliado. Y esa sí -después de todo- es una muy buena noticia.

Hoy día los derechos humanos son parte de la formación de los profesores, de los carabineros, de los estudiantes. Con diversidades. A mí me gustaría que fuera más completo, más exigente, pero comparado con lo que yo aprendí en la escuela o en la universidad hemos hecho un salto gigante. Creo que hay algo también que tiene que ver con los derechos humanos y es el reconocimiento de la existencia y los derechos de las mujeres, de los derechos de los niños, el reconocimiento de los ancianos, de las diversidades sexuales. Este era un país muy rígido y conservador, que casi no tenía espacio para diferencias, excepto las ideológicas. Y hoy tenemos una noción cultural de diversidad que nunca tuvimos.

 

José Zepeda

Periodista, productor radiofónico, capacitador profesional.

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