Hugo Herrera: Chile necesita una centroderecha liberal republicana con sensibilidad social
Hasta mediados de octubre del 2019 Chile era un país aplaudido por un conjunto de naciones, instituciones y personalidades internacionales que le auguraban el inminente ingreso al club de las naciones desarrolladas. El pronóstico lo avalaba el buen desempeño macroeconómico, la reducción de la pobreza la ratificaba el Banco Mundial: “Entre 2006 y 2017, Chile había reducido la pobreza (ingresos de menos de USD5,5 al día), de 19,6% a 3,7% y el porcentaje de población vulnerable (ingresos entre USD5,5 y USD13 al día) se redujo de 43,9% a 30,1%”. Paralelamente los organismos internacionales prevenían sobre la desigualdad endémica y sobre un desarrollo no inclusivo. El 18 de octubre comenzó el estallido social y con el un cambio cuyas consecuencias están en pausa producto de la pandemia del Coronavirus.
Hugo Herrera es filósofo y académico de la Universidad Diego Portales. A poco andar de las protestas escribió un libro de referencia: Octubre en Chile, acontecimiento y comprensión política: hacia un republicanismo popular.
Herrera es un independientes que se identifica con la derecha republicana. En esta conversación ofrece su visión de las causas del estallido social y las y los eventuales senderos que hay que recorrer para solucionar la crisis.
Dice así:
“En una época de crisis como aquella por la que estamos atravesando, no es posible en la crisis si se carece de la capacidad de entender el problema político como una cuestión hermenéutica en la que se trata de la relación de los polos real e ideal, popular, telúrico y discursivo institucional”
Si la política chilena, toda, no se imaginó ni sospechó el inicio del estallido social. Esta ignorancia es, como se dice también toda política de lo social y por ende, desconocimiento de las nuevas circunstancias y anhelos de los chilenos.
Hay dos partes que es importante distinguir, porque, por un lado, el gran eje político de las dos últimas década fue la Concertación, que consiguió muchas cosas, pero no logró adelantarse a la situación que su acción política produciría.
Una conquista principal fue el crecimiento de la clase media. Uno podría decir que es precaria, endeudada, incipiente. Es cierto. Pero a partir de esa precariedad no se puede admitir la sorna con que muchas veces se la ve desde la izquierda. Cuando se dice que no son clase media, en verdad lo son en el sentido preciso. Hace tan solo un par de décadas en Chile había desnutrición infantil que afectaba al 40 por ciento de los niños. Había hambre, frío. Todas esas circunstancias han ido quedando en el pasado.
Esta clase media plantea hoy demandas más sofisticadas. Que la Concertación no lo viera venir se explica porque sus cuadros partieron muy viejos. Hay que reparar que fue una generación muy exitosa, pero que estuvo en el congelador por 17 años, durante toda la dictadura. Además, no lo responsabilizaría especialmente porque que una generación sea exitosa es más que suficiente, como para además adelantarse a las condiciones que va a generar su éxito. Eso probablemente lo logra nadie. Hay un agotamiento natural.
Yo soy de una generación posterior, estoy en los 46. Pero, no era imaginable que toda mi generación pudiera ingresar a la educación superior. De hecho, los profesores, a uno le decían el primer día de clase ustedes son unos privilegiados. Y era verdad.
La protesta del 2011 desfondó a la Concertación, al centro político chileno, a ese eje que iba desde el Partido Socialista hasta la Democracia Cristiana.
¿Qué es lo que queda? Quedan dos discurso muy abstractos. En el de la derecha siguió prevaleciendo el discurso de Guerra Fría, bajo la tesis de Milton Friedman de que el orden económico neoliberal es la base de un orden político adecuado. Y esa tesis servía para hacer oposición, para decir no, pero es una tesis que no sirve para construir institucionalidad, para proponer reformas estructurales, para conducir el proceso político. Y esto se puede constatar en los dos gobiernos de la derecha que no ha podido desencadenar un proceso político conducido por la presidencia de la República.
En la izquierda emerge un nuevo discurso, el de la llamada Nueva Izquierda o de ciertos sectores del Frente Amplio, que, si bien es más sofisticado que la retórica del Partido Comunista es igualmente radical y abstracto. Plantea una crítica moralizante a la derecha, a la política, a la economía. A la izquierda nueva pertenece Fernando Atria, quien llama a la institucionalidad el mundo de Caín. Una institucionalidad donde la pregunta por el otro no tiene sentido. Eso así lo describe.
La crítica moral del mercado desconoce dos cosas. Una es que, en la realidad concreta, el mercado sí puede ser cauce para experiencias de sentido importante: grupos que se organizan en cooperativa, amigos que se empeñan para inventar algo, etcétera. Se pierde de vista la importancia política del mercado, porque un mercado fuerte, por supuesto que regulado, controlado, que funcione adecuadamente, es condición de la división del poder social entre el mercado y el Estado, que es una garantía de la libertad. En cambio, la propuesta de esa nueva izquierda consiste en abolir el mercado en áreas completas de la vida social. El poder económico y político, finalmente, se concentran en manos del Estado quien controla todos los recursos económicos en esas áreas.
Hoy día damos bandazo entre dos extremos, el economicista y el moralista.
Así uno podría responder a la idea de que las élites se han alejado de la situación real de la sociedad.
Si el sector más solvente de la derecha es economicista, neoliberal y cree que vive dentro del mejor modelo posible, que tiene además más de cuarenta años de vigencia e importantes cuotas de poder, ¿cómo convencerlo de que Chile necesita hoy otra cosa?
Es difícil porque requiere cambios de hábitos. Efectivamente, esta es una generación que además cree que triunfó. Entonces es difícil hacerlo cambiar de opinión.
Sin perjuicio de la constatación, creo que con cierta rapidez se ha producido dentro de la derecha un proceso de revisión ideológica, de crítica, de disputa, que en el último tiempo se ha visto encarnado en el proceso político. Lo prueba el liderazgo de quienes critican el discurso economicista y se abren a otras vertientes ideológicas de la misma derecha.
La idea es restablecer de alguna manera la tesis de que la base de todo no es la economía. La economía es importante, por cierto. Hay que atender a las reglas económicas si no queremos construir castillos en el aire. Pero tan importante como esa base, es el caso de la legitimidad, de cómo se construye un orden institucional legítimo.
Yo vivo más de 40 años en Holanda y cada vez me convenzo más que uno de los desafíos mayores de la derecha chilena es que los auténticos liberales, los liberales republicanos con sensibilidad social logren transformarse en una mayoría de ese sector que desde la dictadura se ha caracterizado precisamente por una visión, para resumir, muy contraria a las aspiraciones liberales.
Sí, estoy totalmente de acuerdo. El paradigma de la derecha ha sido el modelo norteamericano. Creo que tanto por vocación como por una mentalidad de la gente no estaría mal, al menos complementar eso con una visión europea. O sea, la CDU en Alemania, por decir algo, es de centroderecha. Aunque por el tema del nazismo ellos se plantean como de centro, siempre lo han reivindicado, pero es un movimiento de centroderecha. No estaría nada de mal en Chile. Una centroderecha con sensibilidad social y liberal en el sentido republicano, con un ordenamiento de división del poder, con participación, con presencia en el mundo de los trabajadores, de los sindicatos. Porque es típico que en Chile el bando economicista diga que no. Reaccionan airados: nos están convirtiendo y no ahorran en epítetos despreciativos. Han llamado a la opción de Desbordes peronismo chileno.
Un detalle más sobre la derecha. Hay un visión que tiende a pensar que el gobierno y los medios de comunicación que le son afines tienen escasa o nula sensibilidad social, que les importa un bledo la gente más allá de la ayuda estrictamente necesaria. Cuán exagerada es esta visión.
Creo que no es tan exagerada. Si uno mira los cuadros del gobierno tiende a predominar la muchachada de colegio de clase alta, de barrios de clase alta, cuyo contacto con la tierra tiene que ver más con el veraneo que con otra cosa. No hay gran sensibilidad social, pero, siempre hay un, pero. Creo también que los nuevos liderazgos van acompañados de mayor sensibilidad social. Principalmente en Renovación Nacional.
Yo me he sorprendido. No soy militante, pero me siento cercano a Desbordes. Basta hurgar un poco y uno se encuentra a los viejos liberales. Ahí están los del sector agrario o los que les dan cierta continuidad al viejo radicalismo de derecha. O sea que, aunque sean profesionales, cultos, vienen en sectores diversos al de ese mundo tan complejo de Santiago con barrios que son feudos de clase alta, en donde el contacto con otras clases se torna dificultoso. O sea, salvo el jardinero o la asesora del hogar, no hay vínculo con gente de otras clases. Es terrible.
Pasemos a la izquierda. Usted llama la atención sobre esa izquierda radical que cuestiona no sólo el modelo económico, sino que llama, en la práctica, a una refundación del Estado. En definitiva, a una ruptura histórica de borrón y cuenta nueva. Además, es una corriente excluyente de aquellos que piensan de otro modo, que no son vistos como adversarios, sino como enemigos de la libertad. ¿Cree usted que esta tendencia, más allá de los portavoces ideológicos, tiene gran ascendencia sobre la mayoría de la izquierda chilena?
Distinguiría porque efectivamente, las tesis son tan radicales que cuando uno las explica, muchos se sorprenden. En Chile la izquierda tiene una tradición republicana, pero también hay otra revolucionaria. Entiendo por republicana aquí la renuncia, por decirlo así, al proyecto post institucional, para ponerlo de forma bien precisa. O sea, el convencimiento de los socialdemócratas alemanes de que no iba a advenir el estado comunista. Sin perjuicio de eso, se trataba de establecer un Estado fuerte que velara por un mercado que funcionara adecuadamente bajo un régimen con separación de los poderes, con libertad. En este momento, si bien la izquierda mayoritaria es de algún modo la republicana hay grupos revolucionarios que están haciendo época porque logran contar con el apoyo del Partido Comunista, que no obstante mantenerse republicano, tiene inclinaciones cuestionables en Chile con su adicción a modelos de concentración del poder. Tiendo a pensar que eso va a ir decantando porque ya lo hizo el Frente Amplio, sumándose al proceso político y convirtiéndose, en el fondo, en parte del orden político institucional normal.
Por otra parte, dentro del Frente Amplio hay sectores que parecían mucho más extremos en el inicio, pero que se han vuelto nítidamente republicanos.
Creer que el estatismo es la solución es creer algo equivocado. Estoy convencido de eso. Pero, no le parece que el Estado puede y debería tener entre sus responsabilidades un sistema público de salud general, una educación general pública de la máxima calidad, una administración de las riquezas nacionales y que todos los sectores aludidos convivan con una empresa privada emprendedora y republicana.
Para comenzar ni el individuo liberal ni el individuo colectivo revolucionario son posibles. Ambos son abstracciones. El individuo y el Estado forman desde el inicio una unidad polar. Son dos polos de una relación, porque, así como no hay estados sin individuos que lo compongan, desaparecen, se esfuma, así tampoco hay individuos sin estado. El individuo lleva al Estado en sí mismo como lenguaje, como cultura, no el Estado como burocracia, sino como una forma de ser institucionalmente organizada.
Entonces, en ese sentido, estoy de acuerdo en que cualquier consideración de un orden político adecuado tiene que reconocer estos dos polos. O sea, tenemos una cara política o pública, pero también tenemos una cara íntima o privada. Eso hay que fortalecerlo, como hay que hacerlo con la esfera pública.
Así, tanto un Estado fuerte como un mercado fuerte son dos pilares sobre los cuales se organiza cualquier convivencia, y eso implica tanto que el Estado controla al mercado, en tanto que asume la seguridad social como su tarea en todas sus dimensiones, junto a un papel activo en la educación y en las actividades que comprometen el desarrollo futuro del país y en donde los privado no genera esos beneficios.
El Estado tiene que intervenir, por ejemplo, en el problema que ha destacado la sede chilena de la OCDE, que nuestra economía se mantiene inveteradamente extractiva y rentista. Tenemos diversas áreas en donde no hay innovación.
La colaboración de ciencia y tecnología con la industria es algo que debe apoyarse. O sea, qué hacemos con todo el contingente de chilenos que sale becado al extranjero y cuando regresa no tiene dónde trabajar. Hay que encontrar los fondos para articular la industria en todas las áreas productivas. Me imagino que en filosofía queda poco más que emplearse en la universidad, pero en ingeniería, en electrónica, en digitalización, es otra cosa.
Lo que pasa es que las empresas son muy simples, por eso el estado tiene una labor de fomento a la industria que no la está haciendo adecuadamente.
Si el pueblo no es una cosa ni un objeto determinado, eso es mucho más un acontecimiento, entonces uno podría concluir que es de generación espontánea.
Los distintos componentes del pueblo son difíciles de abarcar. Lo que puede aproximarnos son la sociología, la antropología social, también la economía. Estos múltiples factores en algún momento cuajan y ahí irrumpe el pueblo. Es lo que ocurre en los momentos de revuelta o de revolución.
En el estallido social de octubre del año pasado había grupos organizados que operaron sin restricciones porque contaban con cierta adhesión del malestar general. Llamativo fue el caso de la quema del metro, ese orgullo generalizado de Santiago, pero nadie lo defendió. Había un malestar tal que pudo quemarse el metro. Eso en lo psicológico.
Lo otro es que hubo millones de personas en las calles y ellas ya no pueden ser calificadas como grupos organizados o políticamente orientados. Era el pueblo el que irrumpió a tal punto que todas las atribuciones de representación de ese bullir popular quedaron puestas en cuestión inmediatamente. La mesa social no puede invocar una legitimidad mayor, por ejemplo, que el sistema de partidos políticos.
La crisis actual nada tiene que ver con la de 1973, en donde la confrontación era, por decirlo así, horizontal, con dos bandos que articulados desde la base hasta las élites, que se excluían mutuamente. Hoy día, en cambio, la situación se parece mucho más a la del centenario (1910), que fue cuando irrumpió el proletariado en Chile y el sistema político oligárquico no fue capaz de entenderlo.
Todavía la calle o el pueblo pide respuesta del sistema político. No está articulando, por decirlo así, en un movimiento organizado. Y esto responde más bien a lo que la teoría política dice: el pueblo aclama o el pueblo abuchea.
Si eso es así, tienen razón aquellos que profetizan el peor escenario posible una vez que se calme la pandemia.
No sé si va a ser del mismo modo y con la misma fuerza que en octubre. Pero sí creo que esta crisis será de largo aliento, porque el elemento que podría contribuir a salir de ella, o sea el sistema político, en este momento ha adquirido hábitos que lo vuelven parte del problema.
Lo que usted dice, lo suscribo plenamente. Hay una pérdida de cercanía con la situación popular. Eso requiere ser superado.
Si hay algo que me ha llamado particularmente la atención de su libro es la referencia a la tierra, que no solo apunta a la cualidad ecológica que se resume en una convivencia armónica con la naturaleza, sino que dice que la tierra es fundamento y causa de nuestra relación con nosotros mismos. La tierra, y eso me gusta mucho, es parte de nosotros. Mala conciencia telúrica la de Chile. Extracción minera agresiva, latifundios, fabricas contaminantes, etcétera.
Una de las principales manifestaciones de la falta de conciencia telúrica, sobre todo del sistema político, es cómo se distribuye y asienta el pueblo, porque estamos concentrado en el valle central. El noroeste es un desierto que avanza. El valle central, salvado hoy por las lluvias, se está secando. En el sur el Parque Nacional está vedado para los chilenos.
Lo cierto es que gran parte de la población está concentrada en una ciudad hacinada que renunció al paisaje. La institucionalidad política, lamentablemente pierde conciencia del territorio.
Precisamente quería tocar la institucionalidad territorial con hincapié en el caso regional, que es grave, porque hay regiones que aportan porcentajes importantes al erario nacional y son sencillamente ignoradas.
Chile no da por sus dimensiones para más de cinco o seis regiones y debiera avanzarse hacia ello, paulatinamente, porque son procesos de reforma estructural. Lo conveniente es un regionalismo político, no sólo administrativo, con elección de gobernadores regionales y con pequeños parlamentos, con un sistema de compensaciones tributarias en donde hubiese una cierta proporción de lo que se genera con los recursos que aportan las distintas regiones.
Hay otro asunto fundamental que muestra la pequeñez del sistema político. Cada una de estas regiones, para desarrollarse, precisa no solo de infraestructura, sino de una relevante actividad cultural.
¿Qué significa eso? Un sistema de buenos liceos que en algunos casos los hay, pero también un sistema de buenas universidades. Me refiero a la excelencia. Las únicas regiones que cumplen con el estándar son Valparaíso y Concepción.
Pero si hubiera una planificación porque el Estado no tiene suficientes recursos para crear 16 universidades de excelencia, con cinco grandes regiones se podría pensar en un número similar de universidades.
Recién entonces se podría lograr que el contingente masivo de las carreras políticas regionales se tornara atractiva y que las regiones podrían ser centros de poder. Creo que se generarían dinámicas atractivas en la vida nacional que hoy día no existen.
Ahora lo que llama la atención en estos momentos son las consecuencias psicológicas, como las que ha desnudado el virus.
Sí, lo que tiene múltiples alcances porque hoy día está muriendo gente. Esto es algo que vengo pensando hace tiempo. En los hogares hacinados hay una serie de temas de salud y de relaciones cotidianas que se vuelven muy complejas. El hogar es una bandera por lo demás liberal. O sea, cuán importante es tener una existencia íntima sólida. Eso requiere un espacio mínimo. El hogar es refugio de intimidad, de convivencia, de estudio, de silencio, de cierta tranquilidad. Un ámbito para el amor.
Yo me pregunto qué posibilidades se tienen para eso en un hogar de treinta metros cuadrados donde viven cuatro o cinco personas. O sea, no se está cumpliendo con lo mínimo.
Aquí hay malestar acumulado o alienación acumulada por decirlo de frentón. Un aspecto fundamental sería el espaciamiento. Una posibilidad sería hacer reformas en el territorio Santiago o viviendas sociales en sectores de clase alta. Pero hay que entrar a picar muy fuerte, romper intereses muy elevados.
Creo que la idea de regionalizar políticamente al país lo haría más barato, menos traumático y más promisorio.
Hay una crisis social. Hay una crisis política. Hay una crisis sanitaria en Chile. ¿Hay también una crisis espiritual?
Creo que el modelo económico produjo beneficios pese a todos los defectos que tiene. He vivido cuatro años en Alemania y me molesta la manera en que está organizado el modelo en Chile, que no tiene nada que ver con lo que debiera ser. El propio mercado, según los defensores del mercado. Igual hay que reconocer que generó riqueza. Ahora esto se agotó. Los economistas desde la derecha a la izquierda, reconocen que luego del ciclo virtuoso del 86 al 98, más o menos, la productividad comenzó a decaer, y junto con el enriquecimiento, el llamado modelo chileno generó disgregación social.
Hay ausencia de conexión con el entorno, de conexiones que nos provean de felicidad. La renuncia al paisaje, por una parte. Por otra, la renuncia a barrios espaciados, habitables, con vecindarios. La conexión con el otro no se produce en plazas, cafés y lugares de encuentro, sino crecientemente a través de redes sociales. Eso impide un ritmo humano y una cierta naturalidad de la existencia.
Ahí se pierde de vista una idea que es muy importante para mantener cohesionada a la sociedad, que es la capacidad de mirarnos unos a otros, de contrastar las opiniones, de escuchar al otro. Se ha perdido la idea de la convivencia y por lo mismo de una patria de la que formamos parte, de una comunidad, de la que somos responsables de nosotros mismos y de los otros.
El camino de salida a la crisis va a tener en noviembre su referendo constitucional. Usted es partidario de una continuidad institucional y no de una ruptura, que no olvide la historia, como si no hubiese sucedido nada en estos más de 200 años chilenos. Para ello apela a la Constitución de 1925. ¿Por qué?
Esa propuesta es difícil de aplicar hoy porque ya se desencadenó un proceso constituyente y creo que va a ganar el apruebo y va a haber una asamblea constituyente.
Dicho lo cual, la iniciativa de crear una Constitución desde cero es de Pinochet. Esa idea no estaba antes en la historia de Chile. La Constitución del 25 en la retórica constituyente se entiende como una reforma de la de 1833 y la de 1833, a su vez, se entiende como reforma de la de 1828. Como símbolo la de 1925 podría operar como esta vía de reformas de las cartas anteriores. Abarcar así toda la historia republicana del país.
La Constitución en el fondo tiene que ser un símbolo de unión. Pero además debe generar una especie de milagro, porque tiene que ponerse como símbolo de unidad, como un paradigma intangible tan poderoso que se le respete, se le reconozca como algo que va más allá de los esfuerzos de las partes por instalar algo.
Por otra parte, es preciso evitar una trivialización de la Constitución. Impedir que cada nuevo movimiento social que emerja diga esta Carta no nos representa y vamos cambiando constituciones por la eternidad. Más aún con el presente latinoamericano en que vemos una especie de gimnasia institucional, en la que diversos países cambian constituciones como quien se cambia de ropa. Mientras que las democracias más antiguas lo que tratan de hacer es de mantener su constitución.