Democracia sin atajos y lucha para salvar el planeta. Como siempre el camino por la libertad es largo

La filósofa política Cristina Lafont, catedrática de la Universidad de Northwestern en Chicago no se anda con chiquitas. En su libro, Democracia sin atajos. Una concepción participativa de la democracia deliberativa. Editorial Trotta, 2021, advierte que podemos perder la democracia. Que los peligros que la acechan comparten estrategias para destruirla. Que solo la lucha política y la paciencia que tuvieron los antepasados libertarios puede dar buenos frutos

Cuando la democracia se enferma, aparecen terapias alternativas, el populismo, la tecnocracia, el caudillismo. Es decir, serían los déficit los que explican los males democráticos y si esta interpretación es correcta la responsabilidad de los políticos es, sin exageraciones, altísima.

Los déficits democráticos dan credibilidad a los que proponen remedios que en el fondo son peores que la enfermedad, como el populismo, la tecnocracia o el caudillismo. Es un círculo vicioso, porque esos remedios siempre han estado ahí, acechando como las hienas mientras la democracia funciona. Perviven apaciguados y cuando la democracia se debilita es cuando atacan. Muchos de esos remedios se venden como democráticos e incluso mejores o más radicales. Pero lo que todos ellos tienen en común es que cuestionan el ideal democrático de la inclusión.

El ideal democrático es que todos los que están sujetos a la ley también pueden verse como autores de la ley. Y tanto la tecnocracia como el populismo como el caudillismo, son intentos para dividir a la ciudadanía entre los que deciden y son actores de la ley y los que solo obedecen. Y da igual quién sea porque son los expertos, porque es el dictador máximo o porque es el verdadero pueblo. Para saber que no es democrático, en vez de fijarse en quien va a gobernar, es mejor fijarse en quien no va a gobernar y solo va a obedecer.

Está claro que a pesar de que el populismo muchas veces se vende como democrático, si se mira desde el punto de vista de los que se excluyen, queda clarísimo que no es democrático, porque niega el ideal por antonomasia de la democracia.

Los políticos tienen muchísima responsabilidad porque poseen una capacidad enorme de influencia y el peligro es que muchos de ellos tientan a la ciudadanía con trampas antidemocráticas. Los políticos tecnócratas inducen al pueblo con la idea de que si las élites expertas gobernaran los resultados serían fantásticos. Los políticos populistas, con la ambición contraria, opinan que, si el verdadero pueblo estuviera en el gobierno, solo entonces habría mejores resultados. Lo que intento subrayar en mi libro es que una sociedad no puede ser mejor que sus miembros. No se puede correr solo, tienes que llevarte a la ciudadanía contigo, porque tienes que propiciar un cambio de actuación, de hábitos, de forma de vida, para que se alcancen resultados.

Ahora mismo que tenemos problemas tan grandes como la pandemia o el cambio climático, se puede aprobar toda la legislación que se quiera, pero la población debe aceptar los riesgos, los cambios de hábitos, aceptar las vacunas, aumentar el uso de las mascarillas. Aceptar, por el cambio climático, otros hábitos de transporte, de alimentación. Nada de eso se va a conseguir si a la ciudadanía no se le ha convencido primero de que esas políticas son justas y razonables.

Pareciera que atravesamos un período en el mundo de falta de liderazgo político. El liderazgo es una flor escasa que más bien constituye una excepción y no una regla. Es como si la mayoría de los políticos estuviese esperando que los medios les digan la cuantía de lo que piensa la gente sobre tal o cual problema para tomar una postura en lugar de señalar un camino como es su responsabilidad.

La razón no está simplemente en los políticos. En este momento histórico faltan programas que ofrezcan alternativas claras al neoliberalismo tecnocrático que ha dominado en las últimas cinco décadas. Cuando el programa de la economía keynesiana se cuestionó a raíz de la crisis de los años 70, había una alternativa neoliberal que estaba lista para ponerse en práctica primero en Chile, en la dictadura, y luego en el resto del mundo, precisamente la de los llamados Chicago Boys, desde la ciudad en donde estoy.

Ahora que el neoliberalismo ha fracasado de forma estrepitosa con la crisis del 2008 y el incremento extravagante de la desigualdad con la pandemia, a la ciudadanía le ha quedado claro que necesitamos gobiernos que intervengan y hagan cosas.

La diferencia entre los años 70 y ahora es la globalización, los cambios geopolíticos, la importancia de China. La ausencia de un programa claro que ofrecer, en parte es la razón por la que los que antes eran los que recogían la mayoría de las opiniones de la ciudadanía, ahora están en crisis. Surgen entonces partidos como 5 estrellas, en marcha, es decir, cero contenido. Ya lo dice todo el nombre del partido, no identifica nada que se vaya a hacer en particular.

Sabemos que el neoliberalismo no ha funcionado, pero todavía no sabemos cómo crear otro programa global, porque ningún país puede influir en la economía o en las circunstancias nacionales, independiente de lo que hacen los demás. Es una de las razones de por qué los partidos tradicionales están pendientes de qué quiere la ciudadanía y la ciudadanía no sabe que querer porque no le han ofrecido un programa claro. En ese meollo surgen los líderes oportunistas que en vez de ofrecer soluciones de qué hacer con una economía globalizada, cómo fomentar un futuro en ese contexto, lo que ofrecen es provocar el nacionalismo, la xenofobia, América Primero, cerremos las fronteras.

De ningún modo solucionan los problemas, pero incitan a la población con cosas que sí pueden hacer. Todo lo que Trump dijo que iba a hacer lo podía hacer. Lo que no podía era solucionar la desigualdad y la crisis económica.

Para mí esa es la explicación. Así, en el corto plazo espero que encontremos soluciones antes que nos quedemos sin planeta, porque el cambio climático puede que nos obligue a dejar otras cuestiones para intentar salvar la tierra.

Uno de los mayores méritos de su cambio reflexión es cuando dice y voy a citarlo textualmente: “Si el descontento de la ciudadanía se debe a la exclusión, la solución no puede ser más exclusión. Por muy diferentes que parezcan el populismo y la tecnocracia, los dos son incompatibles con la inclusión democrática. Representan una amenaza al compromiso democrático de que todos los ciudadanos pueden determinar las decisiones políticas a las que están sujetos”.

Se trata ciertamente de un diagnóstico poderoso y, sin embargo, el remedio puede ser muy difícil. Si faltan más que brazos, corazones para hacerlo realidad. Y lo mío no es pesimismo, es que no veo muchas razones para ser optimista.

En eso tiene toda la razón. A pesar de que yo soy de tendencia no optimista, como contrapeso, en mis días optimistas que no son muchos, intento fijarme en algunos indicios para decirme de que no está todo perdido. El hecho de que Trump perdiera las elecciones y que muchísimos políticos, incluso republicanos, impidieran que el golpe de Estado del 6 de enero tuviera éxito han dado un respiro no solo a los ciudadanos americanos, sino al mundo entero. Y el efecto que ha tenido Trump en el surgimiento de líderes populistas en todas partes demuestra la importancia que tiene su fracaso en casa. Eso quita alas a otros intentos como los de Bolsonaro, como Orban, como Boris Johnson, que han seguido el guion trumpiano a pies juntillas.

Por el hecho de que aquí se consiguiera que no ganara Trump, el apoyo al populismo decae en la mayoría de los países democráticos.

Eso, ya digo, en mis días optimistas. La otra fuente de optimismo que tengo es la movilización de la juventud contra el cambio climático. Es raro encontrar dos generaciones jovencísimas que ya estén politizadas, que entiendan que hay que movilizarse y que su acción es lo que puede cambiar las cosas. Millones de ciudadanos en el mundo entero hasta los 30 no habrían empezado a estar activos y hoy, con 15 ya tenemos esa generación peleando.

Lo que no sé es si va a ser todo lo bastante rápido como para salvar el planeta primero y luego ver qué más hacemos.

A propósito de rapidez. Si hay algo que me queda claro es que usted dice palabras más, palabras menos, si queremos tomar el tema en serio, no lo vamos a resolver de la noche a la mañana. Y pueden pasar una, dos, tres generaciones que no se van a beneficiar de los éxitos de las políticas que se puedan implementar. ¿Cómo convencer a los muchos que quieren todo ahora mismo que no hay atajos para alcanzar una democracia real?

Esa es la motivación fundamental de mi libro. Es el mensaje. Lo que un ciudadano les dice a los otros ciudadanos. Yo no estoy segura, la verdad de si se puede convencer a la gente de que el camino largo de la democracia es mucho más prometedor que los supuestos atajos que ofrecen los populistas y los tecnócratas.

Los atajos populistas o tecnocráticos se disfrazan de democracia para dar la sensación de que todo lo van a arreglar rápido. Y la manera siempre consiste en dejar a la ciudadanía de lado. Mi libro está escrito para recordarle a los demócratas por qué la apuesta por la democracia vale la pena. Aunque sea lenta, puede llevarte a destino. Las soluciones rápidas solo empeoran la situación.

No sé si puedo convencerlos, pero intento recordarles a los demócratas por qué llegaron a convencerse de que la democracia era el único camino compatible con la libertad, pese a su lentitud.

En los países de la Unión Europea como en los Estados Unidos el voto, hoy por hoy, decide poco. ¿Fue alguna vez diferente? ¿O es que en el pasado las apariencias se presentaban de una manera más bonita?

Hay una diferencia con el pasado, con las décadas anteriores a la globalización. Básicamente, lo que ha ocurrido es que la globalización de la economía mundial desde el final de la Guerra Fría produjo una diferencia fundamental. Antes los Estados tenían mucha más autonomía para determinar las políticas de lo que ocurría con la economía interna. Tenían control de ingresos con los impuestos y con eso implementaban programas educativos, sanitarios, de todo tipo. Podían incluso intervenir en aspectos de la economía como la distribución, la producción, etc.

Con la consolidación de la economía global no sólo se ha perdido la garantía de acceso a ingresos por la liberalización del capital, los estados según las condiciones, adonde se va el capital, ya no tienen garantizado que van a tener suficientes ingresos para mantener los programas sociales. También porque algunas de las decisiones más importantes, las que tienen más efecto en la ciudadanía, no se toman a nivel nacional, sino en otros países en los que los ciudadanos no pueden votar. Tu voto en el tuyo no ayuda, votes lo que votes. Por supuesto, las instituciones económicas globales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, las decisiones políticas más importantes son asumidas sin los ciudadanos. En el caso de la Unión Europea es obvio, mi libro empieza con el ejemplo de Grecia. Ellos podían votar, pero su gobierno no era el que decidía si había austeridad o no para el país. Los griegos debían haber votado en Alemania o en el Consejo Ejecutivo de la Unión Europea. En ese sentido se ha devaluado el sufragio nacional, y por eso no es extraña esta crisis de la democracia.

Normalmente pensaríamos que una crisis de la democracia se refiere a situaciones como la de Hungría. Es decir, la democracia se debilita, o se ponen en peligro derechos fundamentales. Esta realidad es distinta.

En ese sentido fue más fácil antes de la globalización porque ahora no tenemos formas de transnacionalizar la democracia.

Para hablar de América Latina acudo al Barómetro de las Américas, una encuesta que se realiza cada dos años a través de la Universidad de Vanderbilt. En la más reciente se constata un desapego creciente con la democracia y se establece de que uno de cada cuatro latinoamericanos ya no cree en ella. Las cifras son elevadas cuando se dan dos circunstancias: una pobreza aguda y alta debilidad institucional. Hay quienes están dispuestos a apoyar a una dictadura si le soluciona cosas como pan, techo, trabajo, salud, educación. Cuando uno le pregunta a esa gente por la democracia, no es extraño que le respondan: “con eso no se come”.

Desgraciadamente no es obvio para todo el mundo que la democracia es fundamental para tener acceso garantizado al pan, al techo, al trabajo, a la salud y a la educación. Desde mi realidad, al que dice que con democracia no se come, hay que recordarle que con dictadura tampoco, y, encima se arriesga uno a que lo maten, que lo metan en la cárcel o en un campo de reeducación, o que lo desaparezcan.

No hay que olvidar que, si alguna gente tiene techo y pan, otros muchos acaban en un campo de reeducación. Lo estamos viendo en China.

A su vez, es pensamiento mítico pensar que una minoría empoderada que arbitrariamente puede decidir lo que quiera, lo que decidirá es ser tan benevolente como para dar techo y pan, que no hemos de luchar por nuestros derechos, que nos lo van a dar otros porque son condescendientes.

Yo nací en una dictadura, la verdad es que no me cabe la menor duda de que hay que vivirlo en primera persona para asumir porqué la democracia es tan importante y que para tener todos esos derechos asegurados la ciudadanía debe pelear por ellos.

Las alianzas cívicas-militares, las antiguas como la de Cuba, las nuevas como la de Venezuela, El Salvador, Nicaragua y en cierta medida Brasil, confabuladas con el desmantelamiento o copamiento de las instituciones del Estado, hacen suponer que en diversos países de América Latina la recuperación democrática sólo puede calcularse en años, sino en décadas. ¿Muy pesimista?

Sí. Usted nombra aquí muchos problemas complejos, que afectan a estas sociedades y puede ser que no esté en las manos de la ciudadanía solventarlos. Pienso en el problema del narcotráfico en América Central. Mientras el negocio de la droga siga generando billones de dólares, no hay Estado ni movilización ciudadana por la democracia que pueda contrarrestar ese poder derivado de ese mercado. Tenemos países como Estados Unidos, que son receptores de la droga. Sería tremendo pensar que la ciudadanía de los países generadores del narcotráfico podría sola luchar contra ese negocio.

Si lo que tiene que cambiar está fuera de las fronteras nacionales, porque sólo tenemos democracia a nivel local, es muy difícil luchar así. Por ejemplo, legalizar las drogas en el mundo para que colapse el precio y deje de ser un negocio ¿solucionaría eso el problema de las mafias más poderosas que los Estados mismos?

Por otro lado, con la confabulación a la que usted se refiere -y me da terror- se ha ido forjando desde el entorno de Trump una especie de alianza transnacional de líderes autoritarios que la están llamando “autoritarismo internacional”, como Bolsonaro, Putin, Orban, Erdogan, y otros, que se apoyan los unos a los otros, que comparten estrategias para polarizar, desmantelar instituciones democráticas, debilitar al Estado, para cuestionar las elecciones como fraudulentas, etcétera. Si esas fuerzas lograran ganar no solo en los países de América Latina, sino en la mayoría de las naciones democráticas, podríamos tardar décadas en recuperarla en el mundo entero, incluso podríamos perderla para siempre.

Ese es el miedo desde el que escribí el libro, porque yo no iba a escribir sobre democracia a nivel doméstico, porque me parece que el problema es cómo democratizar lo transnacional.

Me asusté por primera vez en mi vida, desde la dictadura de Franco. Nunca había tomado seriamente la posibilidad de que la democracia desapareciera de los países en las que prevalece, por muy deficiente y poca cosa que sea. Ahora creo que ese peligro existe. Creo que va a ser muy difícil consolidar democracias, pero espero que por lo menos salvemos lo que tenemos, que sea todavía una posibilidad, una forma de ver, de mantener, conseguir o restablecer una democracia.

La insensatez agudiza realidades peligrosas. Ahí están los negacionistas de la pandemia o los antivacunas. También los defensores de regímenes como los de Cuba y Nicaragua, que, pese a cualquier evidencia antidemocrática, las siguen considerando revolucionarias. ¿La obcecación política es un aspecto relevante o su importancia es una exageración de medios sensacionalistas?

La verdad es que el fenómeno de los antivacunas y de los negacionistas de la pandemia me deja perpleja y realmente no sé qué pensar. No tengo explicación porque si fuera en algún país intentaría explicarlo en el contexto nacional. Pero es que está en todas partes. Me imagino que el efecto de las redes sociales es global, polariza, crea efectos burbuja y moviliza a gente con creencias inusitadas. Es increíble que haya tanta gente en todas partes dispuesta a morir por no ponerse una vacuna que está disponible. Cuando falla el instinto de supervivencia es muy difícil encontrar explicaciones racionales.

Con respecto a la coquetería entre algunos sectores de la izquierda con dictaduras como la de Cuba o de Nicaragua, no puedo evitar la sensación del desconocimiento tan profundo que tienen los ciudadanos que no han sufrido una dictadura, que no saben lo que significa vivir así. No puede tener esa coquetería alguien que ha vivido en una dictadura. Yo crecí con Franco. Estoy inmunizada y siempre lo he estado a toda tentación de defender la ausencia de democracia, tenga la pinta que tenga, fuera revolucionaria o contrarrevolucionaria, de derechas, de izquierdas o cualquier otro camuflaje. Este tipo de obcecación es debido a la ignorancia más absoluta. Yo recomendaría a las personas que tienen esta especie de duda que vivan un tiempo en cualquier dictadura. Igual pueden ir a China o a Cuba. Lo otro es no entender lo que significa vivir sin libertad y con la posibilidad arbitraria de que en cualquier momento tu vida deje de existir. Es difícil explicar eso. Hay que conocerlo en primera persona.

El hastío en diversos países de América Latina ha producido indignación y la indignación generado protestas sociales. Pero estas protestas por sí mismas no alcanzan para cambiar la realidad de la desigualdad ni la corrupción, como usted señalaba, o propiciar la regeneración política. ¿Qué deberían hacer las sociedades para regresar al camino de una democracia más justa, más participativa, más democrática en resumen?

Lo que nos pasa es que nos olvidamos de algo fundamental, que lo podemos constatar en la historia: la movilización no va a tener éxito de una vez, en un día o a la primera. Todas las luchas por los derechos que conocemos, en contra de la esclavitud, por el voto de las mujeres, de las minorías religiosas, de la comunidad LGTB se miden en décadas, e incluso en siglos. Nuestros antepasados sabían que había que mantener la lucha, que los derechos, a diferencia de los privilegios, no se otorgan desde arriba. Hay que luchar por ellos, hay que conquistarlos. El hecho de que hubo movilizaciones y no han tenido éxito, es porque tenemos ideas presentistas. Pero asumamos lo que costaron todas las luchas por ciertos derechos.

Pero bueno, en mis días optimistas creo que ver a la juventud de adolescentes movilizados es muy prometedor, pero hay que tener paciencia. Hay que contener la respiración, como dicen los ingleses, para ver los resultados.

 

 

José Zepeda

Periodista, productor radiofónico, capacitador profesional.

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