Ejemplo holandés ante el dolor
Han circulado profusamente los pormenores del derribo del vuelo MH 17, de la línea aérea Malasia. Conocidas son además las especulaciones sobre los eventuales culpables de la muerte de 298 personas, entre ellas 194 holandeses. Los medios no han regateado esfuerzos para llevar a sus audiencias cada detalle del funesto episodio y de los debates en el seno de Naciones Unidas. En las inmediaciones del espacio de la identificación de los cadáveres, de la investigación internacional para identificar a los culpables, aparece prudente girar las cámaras, instalar los micrófonos, aguzar la vista y los oídos para intentar descifrar el primer día de duelo nacional holandés. Más exactamente la tarde en que llegaron a la base aérea de Eindhoven los primeros 40 restos de las víctimas de la tragedia aérea.
Familiares acompañados por el primer ministro Mark Rutte, por el rey Guillermo Alejandro, la reina Máxima y otras personalidades aguardaban, con respiración entrecortada, la llegada de los aviones Hércules y Boeing, con los primeros féretros.
El traslado de los ataúdes hasta los vehículos funerarios fue un ritual sutil en el que unidades militares alzaron los ataúdes con delicadeza y los portaron acompasadamente hasta los vehículos. En el fondo se escuchaba, apagado, el lamento de los familiares que en todo momento quedaron fuera del alcance de las cámaras.
Desde que la caravana fúnebre inició su trayecto a Hilversum miles de holandeses se apilaron a ambos lados de la carretera A2 para rendir su tributo a los difuntos. Sin estridencias ni puestas en escena en busca del lamentos inducidos; nada de relatos televisivos dramáticos a la caza de televidentes. Sobriedad, mesura, respeto en los términos y en las imágenes.
El contraste era evidente entre naturaleza y humanidad. Julio es mes de vacaciones y el día estaba soleado con 28 grados de temperatura. La sombra de las acacias, de los abetos creaba una negra avenida paralela a la autopista. Con pantalones cortos, con trajes pavorosos, poleras, minifaldas, los atuendos ligeros eran inversamente proporcional a los gestos de desazón. Las miradas eran perplejas. Recordé al protagonista de la película El violinista sobre el tejado, cuando aquejado por una de las tantas desgracias, clava la mirada desconcertada al cielo y exclama: ¡Por qué, por qué! La mano en la boca para tapar el grito que pretende escaparse, el nudo en la garganta para explicar a la televisión el porqué de nuestra presencia en el lugar, las lágrimas que no obedecen permanecer al interior de los ojos. Las flores lanzadas al techo de los vehículos funerarios. Cualquier rincón se hizo propicio para transformarse en lecho repleto de ramos de flores. Y los aplausos sostenidos.
Soy de una generación no acostumbrada a las palmas, una prole más ensimismada cuando el dolor arrecia. De allí la extrañeza y a veces la franca crítica. Pero en esta ocasión, quiero creer, se hacía evidente el deseo compartido de hacerse presente con el tac, tac, tac… como si ese sonido ondulatorio buscara transformarse en un mantra de tal poder espiritual que alcanzara, en su onda expansiva a los familiares de las víctimas para darles, simbólicamente, la fuerza que necesitan estos días de penurias sin pausa. De espera angustiosa de la identificación de los suyos. Puede durar semanas el proceso.
Por eso cuando decimos 298 víctimas, deberíamos aclarar que se trata de las personas que perecieron por causa del misil. Pero ¿cuántas son víctimas totales de la tragedia? Muchos familiares no podrán superar el trauma de perder a su padre, madre, hermana, amigo, de forma tan artera e injusta. Al menos dos adolescentes decidieron no irse de vacaciones con sus padres y hermanos y el golpe los deja huérfanos de toda su familia. Vivarán sí, pero como zombis, arrastrando cada día, al despertarse, el rostro, la risa, las palabras del que ya no está. Padeciendo cada noche pesadillas inenarrables. Viviendo para recordar. Cuando el sufrimiento deviene en destino, se es víctima desahuciada. Ese trozo de realidad debemos sumarlo a la locura bélica de nacionalismos trasnochados.
Ya lo dijo George Santayana, “el nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía». Poco han aprendido aquellos que sirven a amos propiciadores y financiadores de la violencia para fines tan pequeños.
Los holandeses han dado un ejemplo en circunstancias dramáticas. El tono general lo ha puesto el ministro de Relaciones Exteriores Frans Timmermans, quien ha conseguido armonizar la indignación con el trato diplomático razonado, que no emocional. La fuerza en sus intervenciones con el tono comedido. La búsqueda de la verdad con la entrega personal a ese empeño. Ese carácter de fuerza ante la adversidad, de hacer prevalecer, pese a la legítima ira, la condición humana, es lo que ha replicado, por naturaleza cultural, el pueblo holandés en su primer día de duelo nacional. Ni una estridencia, ni un altercado, porque compartían el convencimiento de que lo único valedero a esta hora es el tributo a las víctimas. Ni los culpables ni los instigadores, ni los partidarios de la violencia pueden estar por sobre la solidaridad en el pesar, que al hacerse nacional asume condición de virtud libertaria. Ese día el cariño anduvo paseándose por las calles y caminos de los Países Bajos.